miércoles, 10 de diciembre de 2008

Discurso de clausura

Supongo que últimamente me está entrando la nostalgia, y vagabundeo por cuadernos y carpetas de ordenador en busca de escritos casi olvidados. Es el caso del siguiente discurso, con el que dije adiós a la que fue mi casa durante un año en Córdoba, la Fundación Antonio Gala:
Soy un maniático. Siempre lo he sido. El lado de la cama, la puerta cerrada para dormir; primero el calcetín derecho; entrar siempre por el lado del copiloto al coche; terminar la ducha con un par de segundos de agua helada; apagar el cigarro antes de que el símbolo de la marca que fumo, cerca del filtro, se consuma; lavarme las manos más de quince veces al día.
Esta es muy característica. No soy especialmente pulcro, aunque tampoco demasiado desaliñado, pero las manos, las manos son un elemento que debo tener limpio siempre. Odio el más mínimo rastro oscuro bajo las uñas, la sensación pegajosa entre los dedos, así que cada día, antes de cada comida, después de un cigarro o veinte minutos escribiendo sin detenerme, visito el lavabo para enjabonarme las manos. Qué horror, las manos sucias, los dedos oliendo a cebolla después de comer un bocadillo o el tacto eterno de la harina que impregna el pan.
Soy consciente de que alguna de las veces que invado el baño para sentirme más tranquilo que limpio son innecesarias, el agua clara lo demuestra. En cambio aquí, en esta ciudad, durante nueve meses, mi manía se ha visto justificada. Como si fuera un niño que juega con tierra en el parque o un adolescente que no suelta la pelota de baloncesto en horas, cada vez que embadurno las huellas dactilares, la línea del amor y la del dinero con una pequeña dosis de jabón de lavanda, las pompas grisean, el agua abandona oscura la loza a través del sumidero.
Mi psicosis aumentó al principio, acudiendo al baño con una frecuencia inaudita, pero mis esfuerzos eran inútiles. Aunque lo hiciera treinta veces, el agua siempre estaba tremendamente sucia. Esto me aterraba. Las manos siempre manchadas. Quizá esta mugre haya colaborado a hacer fuerte mi insomnio, pero en el desvelo tenía tiempo para pensar. En mi tierra esto no me pasa. Las manos sucias son señal inequívoca de un delito. Hasta hoy no he sido capaz de discernir qué estaba haciendo aquí, en Córdoba, si robar o matar. Hoy, delante de todos ustedes, lo sé: soy culpable de ambos crímenes.
Durante todo un año me he dedicado a robarle enseñanzas y consejos a mis compañeros, miles de libros y películas; incluso he escamoteado algún abrazo. Hasta besos furtivos de los que algunos se arrepienten. También he matado. Saquen las esposas, acordonen el recinto, no dejen escapar a un asesino que se entrega. Todos y cada uno de los días que he pasado aquí, he matado al niño que era o al hombre que decía ser. Con cada luna, un nuevo centímetro cuadrado de carne apuñalada. Aquella persona no merecía la pena. Sólo quiero saber de la nueva, la que se ha enriquecido con lo robado a aquellos que lo poseían antes que él, esta que ha cobrado protagonismo con la muerte de ese yo antiguo.
Bendita impunidad la que me ha dado esta casa para conseguir aquello que me ha hecho avanzar con cada aprendizaje, para eliminar a esa persona anclada en una puerilidad de la que he tardado meses en ser consciente y que ahora que me marcho no es más que un recuerdo que se evapora.

Escritura inconsciente.

Y entonces,¿qué sucede cuando se escribe como se vive, sin pensar, moviendo la mano como se mueven los pies por la acera, la lengua por labios ajenos, los ojos por cuerpos inhumanos...?

Siempre sucede lo mismo. Lo que te da la vida habrá de quitártela. Aquello que representa un giro, una oportunidad inevitable, no puede avanzar solo. Todos caminamos de la mano de algo o alguien.
Quizá para algunos, la consecuencia, el escondite, sea irremediablemente vernos obligados a pensar en qué sentirá un personaje ficticio, un fruto de nuestra depravación, al ver (o más particularmente, al sentir) un galán de noche sin reparar ni en el árbol, ni en el olor ni en la noche. No puede ser de otro modo, supongo, la adquisición de estigmas. Tachamos con la tinta mecánica de los billetes de viajes la reválida amorosa tatuada en los labios de las cuentas pendientes, esas que para dejar de serlo se ven obligadas a arriesgar demasiado, y por tanto, no dejar de ser lo que el destino les marca: cuentas pendientes, cifras irresolubles, camas desnudas y atormentadas.
En ese caso, quizá escribir no sea un privilegio, sino una compensación por tanta perdida.

Neruda

Siempre hay alguien que ha dicho lo que pensamos antes que nosotros, y en muchos casos, lo ha hecho mucho mejor de lo que nunca seremos capaces de hacerlo. A veces me ocurre con Ángel Gonzáles, a veces con Javier Marías,otras con Javier Vicedo y otros escritores amigos, y sólo con este poema me ha pasado con Neruda. Quizá sea este un buen momento para abandonar el egocentrismo que supone escribir un blog, y publicar, y quizá descubrir a otros palabras que nunca han escuchado, y quién sabe si poder emocionarlos, aunque sea por boca de otros.

WALKING AROUND
SUCEDE que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.

No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tripas mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.

No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos
ateridos, muriéndome de pena.

Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.

Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.

Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.

Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.