domingo, 28 de septiembre de 2008

Las putas.

Nunca me he detenido a hablar de las putas, a pesar de que es un tema sobre el que he pensado mucho, sobre todo este año, en el que gracias a conocer gente que me reconocía abiertamente que alguna vez se había valido de sus servicios, tomé conciencia de que tenían más peso en la sociedad del que creía.
La primera vez que reparé en ellas fue tras una larga estancia en el extranjero. Al regresar a mi ciudad en autobús pude observar cómo la avenida que nos llevaba a la estación de destino estaba plagada de mujeres con ropa escasa y horteramente erótica. Lo primero que se me vino a la cabeza fue: “La ciudad ha crecido en mi ausencia”. No sé si es un pensamiento inocente o pueril, pero para mí las putas callejeras siempre habían pertenecido a las grandes ciudades. Tener rameras haciendo la calle podría decirse que indicaba un escalón más en el proceso de evolución de la urbe.
Desde entonces, la idea que mas acechaba mis pensamientos era el riesgo que corrían esas mujeres y sus clientes a contraer cualquier enfermedad. Si hasta las parejas de algunos de mis amigos (y con amigos hago alusión al neutro, tanto a chicas como a chicos, ningún sexo se libra de tener miembros hijos de puta) a causa de sus infidelidades habían contagiado enfermedades de mayor o menor relevancia a las personas que decían querer, ¿qué no llevarían encima putas y puteros?
Más tarde, casi sin ser consciente de haberlo pensado, como me sucede con la mayoría de mis posturas en cuanto a algunos temas escabrosos, me vi argumentando en una conversación con mis amigos que de los vicios mal vistos socialmente, los únicos que respetaba eran las drogas y la prostitución.
Así llegué a este último año, a hablar con gente que conocía de primera mano el mundillo. Uno de ellos, un cliente del local en el que trabajaba, taxista de profesión, se dedicaba a llevar a las chicas de vuelta a sus casas tras la jornada de trabajo. Él me tranquilizó al decirme que ya todas las putas, hasta las de la calle, usaban condones, la mayoría de ellas incluso en el sexo oral.
A veces me planteo ir a la famosa avenida de las putas y subir a una de ellas al coche con el único propósito de entrevistarla, de informarme sobre esas noches de frío, sentada sobre una caja de cerveza con una compañera a la espera de un conductor con dinero, incluso de escenas en las que las películas y la naturaleza humana me han hecho creer, con el cliente abrazado a ella, con los pechos desnudos empapados en sus lágrimas y ella diciéndole “Ya pasó, ya pasó, todo irá bien, eres un hombre bueno” mientras le mesa los cabellos (como bien dice Cristina García Morales en su relato “La puta Literatura”). Desgraciadamente, el miedo a las historias de puñetazos e insultos, de perversiones de lo más extravagantes, de la mujer esperando en casa, sola, o peor aún, contenta por saber que su marido está desfogándose con otra y de ese modo estará unos días más tranquilo y no será ella la que padezca los abusos (benditas putas, en algunos casos). Y como no, las historias de engaños y trata de blancas que dan con los huesos de una pueril muchacha en un local de carretera, en la carretera misma, pagando tributo a un despreciable que se comporta como si fuera su mecenas. Supongo que me sucede como a tanta gente que dice ser incapaz de viajar a Cuba, a la India, porque no soportarían ver tanta pobreza y menos aún regresar y ver tanta riqueza.
De todos modos, hay viajes que siempre hay que hacer, aunque duelan. Hay que tratar de sobreponerse, y luchar a través del conocimiento. Quizá debería meter en una hucha la vuelta del pan durante un tiempo, y una vez esté bastante llena, ir de visita por esa calle y charlar con una de ellas, al azar (no por ser la más guapa va a tener las mejores historias). No perdería nada, en caso de no llevarme una buena historia al bolsillo, sería simplemente como alguna vez que he ido a tirar la basura con dinero en la mano y he acabado por tirar lo que no debía en el contenedor. Pero por otro lado, ¿y si ese fuera el viaje que me abriera los ojos? ¿Y si, en cambio, pudiera ser yo quien la abrazara un minuto y le dijera: Ya pasó, ya pasó, todo irá bien, eres una mujer buena?