domingo, 29 de marzo de 2009

Fragmento de un diálogo de la película "Sleepers"

-No sabía que te gustaran las palomas.
-Me gusta todo lo que no habla.

lunes, 23 de marzo de 2009

Se puede tener una filosofía propia...

Se puede tener una filosofía propia y dos corazones, y como no, vivir amando a esta chica que frente a mí tose, que frente a mí ríe, que calla y observa y contempla atenta el devenir de las horas como yo la contemplo: callado, meditabundo, pensando cómo será su piel a mucha menos distancia, a la ideal, a la distancia de la conversación, que es la que muestra la belleza de las personas con más sinceridad.

Ojos que no ven.

Agradezco haberme alejado bastante tiempo de la ciudad que más pasos míos ha soportado para ahora poder mirarla con otros ojos, más parecidos a los que porto en las cuencas cuando visito lugares que no me vieron nacer o me ven nacer de nuevo. Es un verdadero esfuerzo mental pasear por las ciudades que nos poseen y que por tanto (o sin embargo) sentimos que poseemos, y no mirar con los ojos opacos, como si nada cambiara o los cambios no nos afectaran, sin la curiosidad del niño, intentando memorizar cuanto vemos. A veces, cuando podan los árboles, levanto la mirada y me doy cuenta de que existe la ciudad más allá de los dos metros de altura que abarca normalmente mi vista. Veo balconadas, barandillas, paredes sucias, llenas de moho, tendederos. Supongo que es algo parecido a lo que sucede cuando nos asomamos a una de las casas más altas de la ciudad y vemos el paisaje de antenas y mugrientos tejados y apenas somos capaces de reconocer los edificios que se extienden en derredor.
Es posible que si viera una foto de una porción de los edificios ante los que más veces paso al cabo del día, no sería capaz de reconocerlos sin la perspectiva de las aceras, los coches aparcados, los negocios de los pisos bajos.
Igual nos sucede con las personas. De tanto verlas se transforman más en su nombre o en su representación mental que en su apariencia física. ¿Podría atreverme a decir que el amigo al que veo con tanta frecuencia no tiene un lunar junto a la barbilla, o peor aún, reconocer su barbilla o diferenciarla entre varias? Y en cambio sé perfectamente como son los hombros de la chica que se sienta junto a mí en clase, cuantos de mis compañeros de aula son zurdos, quiénes se muerden las uñas. Sin saber por qué, miramos a los que ya son nuestros como si fueran nuestros. Y sin embargo no lo son. Los miramos sin observar, sin analizarlos como al principio, como si ya no fueran caras sino máscaras. Escuchamos: “Cariño, me he cortado el pelo y no te has dado ni cuenta”, y nos sentimos ofendidos, como si fuera una exigencia absurda prestar a cuantos cambios físicos acaecen en los cuerpos ajenos, o tejemos una excusa, un rápido “perdona, tenía la cabeza en otra parte”.
Perdemos la curiosidad y nos quedamos con lo que extrajimos de las primeras visualizaciones de las personas, y una vez está hecho el retrato robot, nada cambia. Por eso seguramente agradecemos que aparezcan nuevas personas, porque nuestra naturaleza curiosa se aplaca al examinar nuevas pieles, nuevas caras, nuevos cuerpos. Pero ahí está el riesgo. Ahí entra la rutina que nos impide ver nuevos rasgos en las caras de los amigos, los familiares, redescubrir cada noche o cada tarde o cada mañana (no hay un horario para el desnudo) el cuerpo de nuestra pareja, sus pliegues, una nueva arruga, un lunar nunca antes visto, la celulitis que lejos de desagradarnos habrá de darnos un nuevo dato, un nuevo paso, una muestra del tiempo que pasa, y afortunadamente es juntos.
Inevitablemente nos alejamos del niño curioso que fuimos que almacena las imágenes como fotos, que toca, que saborea, y miramos y tocamos y degustamos a la persona que duerme a nuestro lado casi sin sentir, con un “Perdona, tenía la cabeza en otra parte” que no decimos pero que nos embarga.
Entonces, ¿qué hacer? ¿Alejarnos de la gente para al volver a verlos recuperar las ganas de examinarlos con cada sentido? Esto no es posible. Es más fácil alejarse de las ciudades que de las personas. Quizá simplemente debamos pasear por nuestras calles y por la carne y las caras de la gente querida mirando hacia arriba, hacia lo que nunca vemos. O hacia lo ya visto como si fuera nuevo, un regalo, una obra de arte a la que con cada visionado se le extrae un nuevo detalle.

jueves, 19 de marzo de 2009

La doble moral.

Pasamos por la vida como pasan el tiempo los niños con juegos inventados. Elaboramos reglas sobre la nada y nos erigimos dioses, poderosos, omnipotentes. Y no es algo que sólo haga el más fuerte, ni la imposición del matón, del malcriado que asienta su voluntad para permanecer intocable, o peor aún, para pisotear a los demás. La vida transcurre como un juego inventado, pero un juego solitario. “Legos”, “clicks”, muñecos desparramados en una manta en el suelo. Creamos nuestras reglas, nuestros principios, nuestras bases en solitario, en la intimidad de nuestra casa, con todo el egoísmo del niño que no ha de compartir ni con amigos ni con hermanos, rectificando nuestras contradicciones sobre la marcha solamente si estas nos perjudican, pues las consecuencias nos son indiferentes. Y así salimos a la calle sin reflexionar, con un doble rasero detestable que genera trifulcas, que nos obliga a reconocer que nuestra naturaleza es insolidaria.
El padre de Kafka, que se comportaba en la mesa tal y como prohibía a sus hijos que lo hicieran; el infiel que exige fidelidad; aquél que se siente en posesión de su pareja, o peor aún, de aquellos que nada le deben; el musculoso que mira por encima del hombro (de su fornido hombro) al enclenque, al gafotas con granos al que atemoriza; el gafotas enclenque y con granos que actúa como odió que le trataran a él cuando al crecer se adueña de la fuerza que la inteligencia o la suerte o el dinero le otorgaron y se cobra su venganza sobre los musculosos estúpidos, de los que se vale a su antojo y se aprovecha y se mofa.
Pedimos lo que no damos. Actuamos como decimos que no se debe actuar. Y quizá esto no sea sino otra demostración de que hemos de seguir el camino del silencio. Ni siquiera nosotros sabemos cómo vamos a actuar. Quizá incluso nos sorprendamos actuando con criterio, sin egoísmo, poniendo a los demás por delante. Quizá seamos más ruines, más despreciables incluso de lo que podríamos esperar –llegar a casa y sentados en el sofá sentirnos traidores, malvados, odiosos−. No somos conscientes de nuestras reacciones, y por tanto, no somos dignos de juzgar las ajenas. Y qué decir entonces de atrevernos a educar.
Cada palabra pronunciada es un acto de osadía y cada juicio es injusto. Mejor no hablar. Mejor callar. Y si hemos de hablar, que nos escuche la menor cantidad de gente posible. Así, con un poco de suerte, nuestras palabras desaparecerán como si nunca hubieran sido pronunciadas.