lunes, 30 de noviembre de 2009

La paz sea contigo

Sólo voy a misa una vez al año. A veces me veo obligado a entrar en las iglesias, por bodas, bautizos y demás ceremonias. Pero eso no son misas. Son trámites.
No soy religioso. Ni siquiera sé si podría considerarme espiritual. En todo caso, irracional. Sólo he comulgado en las ocasiones en que los curas que me educaron durante mi infancia me obligaron. Sí, me obligaron. Pero ese no es el centro de esta reflexión.
Voy a misa una vez al año, y el único propósito de esta visita a la iglesia es el de hacer compañía, y ninguna vez he sacado nada de estas sesiones experimentales, aparte de la mencionada compañía. Sin embargo, esta vez ha ocurrido algo que me ha impresionado.
Los minutos pasaron sumidos en el aburrimiento. Manoseaba la hoja de cánticos. Miraba a mi alrededor y sostenía la mirada del cura cuando me observaba y se daba cuenta de que mis labios ni siquiera hacían el amago de disimular, de aparentar que era uno más en las plegarias. Y llegó el momento de la paz. De darse la paz.
Besé a mis familiares, a aquellos a los que acompañaba. No me volví a los vecinos del banco de atrás, como recordaba que hacía cuando era pequeño, por imitar a mis abuelos. Sin embargo, alguien me tocó el hombro. Estaba sentado en el extremo del banco, junto al pasillo, y si bien no puedo decir que conozca a la perfección el funcionamiento de las normas de protocolo para estos menesteres, no recordaba haber visto nunca a nadie cruzar el pasillo, por más que este no tenga una anchura de más de un metro y medio, para dar la paz a un desconocido. Sin embargo, aquel hombre lo hizo. Se alejó de su asiento, me tocó el hombro, y al mirarlo, vi su mano extendida hacia mí. La estreché y de su pecho brotaron las palabras: la paz sea contigo. Eran las mismas palabras que se decía todo el mundo y sin embargo, estas fueron distintas. Al escucharlas, al tocar su mano, la paz que me deseaba invadió mi cuerpo. No me conocía, pero me deseaba la paz. De corazón. No era pura palabrería. Pude sentirlo en mi estomago, sobrecogido. Lo noté en sus ojos, en cuantos centímetros cúbicos de aire compartíamos en ese momento. Un desconocido me deseaba la paz.

Feliz

Últimamente soy feliz. Ahorraos las celebraciones y las palmaditas en la espalda. Para alguien de mi condición (o mejor dicho, de la condición de mis sueños) ser feliz no representa sino un período de carestía temática, una ausencia indefinida de las musas, un vacío de percepciones. Y es que, para aquellos que escribimos (insisto, los que escribimos, no los escritores) estar imbuido de una felicidad generalizada no implica otra cosa que el cierre de una cantidad inmensa de puertas.

Escribir sobre la felicidad es aburrido. La felicidad, pura y dura, es como la luz del mediodía estival: plana, neutra, carente de matices. Podría escribir sobre la felicidad, pero tardaría poco en agotar el tema. Incluso aquellos que dicen que escriben sobre la felicidad, para animar a la gente (los Bucay, Coelho) no hacen sino hablar de la búsqueda de la felicidad. De la felicidad en relación con la no-felicidad. Pero la felicidad… ¿Qué puedo decir de ella?

Los japoneses tienen veinte maneras distintas de nombrar la melancolía, según sus matices. Nosotros mismos tenemos centenas de malas palabras. Tristeza, agonía, desasosiego, agobio, desesperación. Pero para lo bueno, más allá de felicidad y alegría, se me agotan los recursos. La euforia por ejemplo, me resulta una mala palabra.

Sin embargo, supongo que tendré que curarme de esta extraña patología. Desde que adquirí cierta madurez me planteé como objetivo básico en la vida ser feliz. Por otro lado, la literatura siempre me ha dado grandes alegrías. Pero entonces, ¿en qué me estoy equivocando? Soy feliz y tengo miedo de la felicidad porque me aleja de la tristeza que me permite escribir. Y escribir, me hace feliz.

Se me ocurre que quizá tenga que proponerme visitar a un psiquiatra para ser el primer caso de paciente que trata de volverse esquizofrénico, de adoptar una doble personalidad que consiga calmar sus pretensiones. Un vecino armonioso, un padre dotado de cariño y palabras con sentido, un marido detallista y amistoso, un hijo disponible y presente. Y por las noches, en el estudio, ante la fría pantalla, un demente, un ser defectuoso, un pervertido desconsiderado.

O quizá baste con enamorarme. Puede que me traiga el bien. Puede que me traiga el mal. Pero inevitablemente, me hará sufrir.