miércoles, 23 de diciembre de 2009

Academias

El ritmo de aprendizaje de los idiomas es bastante curioso. Algunos tardan mucho en entrar en nuestras cabezas. Se resisten, nos generan un sentimiento insoportable de frustración, y en la mayoría de los casos, nos hacen abandonar. Sin embargo, aquellos que perseveran, llegan a un momento en el que sin motivo aparente, algo en sus cabezas se ilumina, un mecanismo hace “clic” y las palabras empiezan a fluir. Otros por su parte, entran a borbotones en nuestras neuronas, nos inundan, empapan con su melodía nuestras sienes y nos hacen desear más y más. Pero desgraciadamente, llega un momento en el que el manantial se encuentra con un obstáculo, y como niños pequeños, nos enfurruñamos y clamamos al cielo, sin recordar la rapidez con la que aprendimos al principio. Igual que en el anterior caso, hay quien abandona y quien persiste, y de forma idéntica, el que persevera acaba por dar un paso al frente, descubre la salida del laberinto, la clave del acertijo.

A lo largo de mi vida me he encontrado en los dos grupos. El griego clásico me colocó en el primero, y actualmente, el italiano me ha colocado entre los que tras el bloqueo (o durante el bloqueo) perseveran. Con esta lengua, los españoles solemos tener la ufana creencia de que no tardaremos ni un año en ser bilingües. Pero no es así. Tampoco lo voy a colocar a la altura del árabe o del polaco, pues bien es cierto que un nivel más o menos fluido de conversación o de supervivencia está al alcance de casi todos, pero no basta con chasquear los dedos para hablarlo. Llega un momento en el que aparece una estructura, una complejidad gramatical que nos hace la vida imposible y que por más que nos la expliquen somos incapaces de comprender, y menos aun de utilizar. Es entonces cuando nos toca trabajar solos. Leer, investigar, escuchar música, ver películas o simplemente dejar pasar el tiempo con calma para que el mecanismo haga clic. Y cierta e inevitablemente, si insistimos, esto sucederá.

Curiosamente, en estas últimas semanas en las que Jaime Gil de Biedma está en boca de todos por el próximo estreno de una película sobre su vida, he rebuscado en mis estanterías sus libros y me he reencontrado con “Pandémica y celeste”, para leer: Para saber de amor, para aprenderle, haber estado solo es necesario…", y no sé si me he dado cuenta o me he vuelto a dar cuenta de que aprender un idioma es igual que aprender a amar, o más sencillamente, que el amor es una lengua.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Los ojos en el suelo

Hace pocos días conocí a un chico francés que se había venido a España para terminar su carrera. En la conversación, que circuló por las vías del etilismo, me llamaron la atención unas palabras suyas, con las que me dijo que una de las cosas que más le gustaban de su nuevo hogar, de su ciudad de adopción, era el hecho de que la gente no caminara por la calle mirando al suelo. En su ciudad, como en las grandes ciudades de nuestro país, la gente no camina, sino que va a un lugar determinado. En ese momento, una luz se ha iluminado en mi cabeza y me he apuntado una nota mental para no olvidarme de reflexionar sobre este tema.
Durante estos días he estado pensando en esta idea de caminar con la cabeza alta, con los ojos bien abiertos, aplicada a mí mismo (el egocentrismo también es un método científico). Normalmente, cuando camino solo por la calle, llevo puestos los auriculares para escuchar música. En principio, la razón es simplemente esta, la pasión por la música, aunque quién sabe si un riguroso análisis psicológico daría indicios de de un aislamiento voluntario, cierto desprecio por la gente, o algo más mundano como tratar de evitar que lleguen a mis oídos palabras que no quiero escuchar. Siempre podemos desviar la mirada de aquello que no queremos ver, pero el acto de escuchar es involuntario, y a veces, dañino. Si tuviera que elegir alguna de estas opciones, me quedaría con esta última, tanto por no dejarme en mal lugar de cara a los demás, como por remarcar que me gusta la gente. Mis ojos van de cara en cara, examinan los carteles y los anuncios de las calles, e incluso a veces se elevan para observar la luz del cielo, el color de los bloques de edificios, las montañas que se elevan en la distancia. Supongo que como dijo mi efímero amigo de borrachera, comparto con el resto de habitantes de esta región cierta curiosidad, el deseo de ver una cara conocida o la posibilidad de llevarme algún recuerdo nuevo a las retinas con el que aprender de mi ciudad (y por supuesto, también me llevo alguna cara bonita, unos ojos resplandecientes o una falda corta, pero evitaré profundizar en este tema para no rebajar el nivel de éste artículo). Las reacciones de la gente son diversas. Hay quien cruza su mirada con la mía y quien al darse cuenta de que está siendo observado trata de mirar fijamente al horizonte sin conseguir evitar que sus pupilas se desplacen fugazmente de extremo a extremo. Algunas de mis compañeras de clase, por ejemplo, me sonríen y me saludan, incluso a veces se paran e intercambian conmigo unas cuantas palabras insulsas cuando van solas. Sin embargo, cuando sus novios las acompañan, ingresan en el club de los que miran al horizonte. Aun estoy buscando una explicación. También hay personas que con más o menos disimulo me hacen un escaneo completo, no sé bien si de mi físico o de mi vestimenta. Si no llevara puestos los auriculares podría escuchar un bip-bip-bip como el de los ordenadores trabajando a toda máquina.
Pero sobre todo, a veces me encuentro con una niña que apenas ha aprendido a correr persiguiendo a toda prisa a un grupo de palomas o disfrutando del ruido de las hojas del otoño bajo sus pies, a una pareja de ancianos paseando cogidos del brazo, sonrientes, a un chaval de mi edad, también con auriculares, que canturrea la música de su mp3, o un perro que se encuentra con otro y juega con él y lo olfatea y le ladra mientras sus dueños tiran de ellos. Y cuando pienso en ello, me alegro de no saber bien de qué color son los adoquines que piso.

Paso 1

Las series americanas tienen cosas buenas. No me refiero a Dexter, Perdidos, House y compañía, que unas veces me hacen pensar que ha nacido el octavo arte y otras me dan arcadas. Las series americanas, las de siempre, con las que crecimos, nos permiten sobrellevar los últimos efectos del alcohol en las mañanas de domingo y nos vacían el cráneo cuando no vamos al trabajo o a clase por estar enfermos y son un mal menor frente a los círculos de porteras que se arremolinan en torno a una mesa para desmigar la prensa de colores. Incluso son un consuelo para las series españolas, o para los espectadores de series españolas. No es que las nuestras sean lamentables, sino que como siempre, los imitamos con diez o quince años de retraso.

Pero sobre todo, las series americanas tienen algo de lo que tengamos que aprender: las citas. Los personajes de estas series, adolescentes, jóvenes e incluso adultos se citan. Y no es un “mañana tomamos un café” o “a ver si charlamos un rato”. Es un acuerdo tácito, un contrato verbal con cláusulas no escritas bastante claras. En estas citas hay un “apenas te conozco, pero me llamas la atención y quiero tener unas horas contigo para saber cómo eres, y si la cosa sale bien, besarnos, dormir juntos, acostarnos o forjar algo aun mayor” soterrado. En estas citas, nadie tiene pareja, y si la tiene, da igual. En estas citas hay un interés recíproco que se analiza a lo largo del encuentro y que se certifica con un beso en la puerta de la casa de la chica. No hay juegos ni incógnitas. Hay una atracción platónica o sexual, o ambas.

Este marco es muy similar al “pedir salir” de los adolescentes que acaban de rebasar los límites de la niñez. Y quizá por esto al madurar nos parece cursi, ñoño, innecesario. Pero en realidad, este desprecio no es más que otra señal de la hipocresía adulta, de nuestra inmersión en la mentira. Los adultos (o semi-adultos) preferimos el juego del engaño y la incertidumbre. En las reglas de nuestro juego, estas “citas” resultan empalagosas o demasiado directas. Parece ser que acercarnos a alguien y decirle claramente: “no sé por qué, pero cuando coincido contigo no puedo dejar de mirarte, y después de haber hablado un par de veces contigo me gustaría invitarte a cenar, al cine, pero a sabiendas de que lo que quiero es certificar que estos sentimientos tienen una base, o que simplemente me gustaría saber quién eres cuando estás desnuda” no cabe en ninguna cabeza. Igualmente, la sinceridad excesiva de un “estamos un poco bebidos, hemos empezado a bailar, y después a besarnos, pero mis pretensiones no van más allá de un simple polvo, y prefiero que lo sepas para que no te hagas ilusiones de otro tipo”, “tengo novio, y lo quiero de veras, pero está muy lejos, no lo veo casi nunca, y me gustaría que tú fueras mi válvula de escape en la ciudad” o “he escuchado con atención tu voz, aunque nunca me hayas dirigido la palabra, e inexplicablemente produce en mí un sentimiento de inmensa ternura, y aunque no sepas mi nombre y yo sí el tuyo, me gustaría devolverte la ternura” parece ser obra de la locura. Nadie en sus cabales abriría su corazón, su alma o su cabeza con tanta facilidad. Y sin embargo, cuantas lágrimas nos ahorraríamos, cuantos malentendidos, cuantas ilusiones abocadas al fracaso. Pero como creo que ya he dicho alguna vez, rememorando las palabras que con tanta frecuencia me dedica un gran amigo: vivir en sociedad significa respetar unas normas. Desgraciadamente, ser sinceros, y por tanto libres, y aceptar la sinceridad de los demás a expensas de una comprensión recíproca de la nuestra no es una de ellas.

Sin embargo, no deja de acecharme la idea de entregarme a la verdad y compartirla con los que me rodean cuando no tenga nada que perder, cuando comience la cuenta atrás de la sociedad que me rodea para embarcarme en otra. Quizás salga bien y sea un punto de inflexión en mi manera de actuar en el futuro, o como mínimo, cabe la posibilidad de que siembre la semilla de esta mentalidad de algún modo.