miércoles, 4 de mayo de 2011

Cemento

Como viene sucediendo con más frecuencia de la deseada, esta mañana he salido a la calle con un fragmento del material básico de esta ciudad en la boca del estómago: cemento. Creo recordar de mi escaso aprendizaje filosófico en las clases de bachillerato que los griegos consideraban que el alma se encontraba en el estómago. ¿O era la fuerza? Es igual. Ambas me habían abandonado.

De camino al metro, mil ideas sobre las que escribir y el insistente deseo de hacerlo. Sin embargo, a pesar de la suerte de encontrar un asiento libre para dedicarme a mi tarea con tranquilidad, no he encontrado el bolígrafo. He buscado y rebuscado por todos mis bolsillos, en mi mochila y mi anorak, pero mi búsqueda ha sido infructuosa.

He sentido un pesar enorme al considerar la posibilidad de que mis ideas se fuesen al traste con el paso de las horas, que como tantos otros días, la pereza se apoderase de mí llevándose las palabras de mis dedos.

Resignado, he decidido entregarme a palabras más certeras que las mías, y he abierto mi libro de Ribeyro. Y como si de una de sus casualidades, como si de uno de sus cuentos se tratara, al subir por las escaleras mecánicas he echado mano al bolsillo de mi abrigo en busca de un pañuelo y he encontrado mi bolígrafo.

Al principio he pensado que se trataba de una señal, de un guiño del porvenir deseoso de evitar que escriba textos deprimentes. Sin embargo, ahora me acecha la duda: ¿y si es este balón de cemento, y si es esta ansiedad la que se hace corpórea y me esconde mis enseres para evitar que purgue mi tristeza sacándola gota a gota de mí?

Ulises

Se hace persistente el cansancio de vivir con las venas desplegadas, esperando a que un viento desorientado deje de dar vueltas sobre su propio eje. Pero es peor estar en mitad del océano sin ancla que nos detenga en el vacío, que nos haga visibles desde un puerto en el que alguien nos pueda ver y entienda nuestros gestos de socorro en lugar de pasar fugaces como el deseo de un adolescente que mira al cielo.

Ya lo he probado todo. He tirado compañeros por la borda para aminorar la carga y he atado todas mis posesiones a una cuerda, pero no he conseguido hace de estas una rudimentaria ancla.

Ya solo queda aparecer y desaparecer en la distancia hasta que llegue, no ya un puerto en el que recuperar el tacto de la tierra, sino simplemente, un montón de rocas en el que encallar.

Londres: resumen

El error de las grandes ciudades es haber menospreciado el valor de las distancias. Es por eso que la providencia ha castigado a sus habitantes con la desorientación de no saber qué está cerca y qué lejos, obviando a la persona que roza su hombro y acariciando a la que sonríe en la pantalla.

Un año en silencio

¿Dónde están las palabras de un año? Un cuaderno desapareció, casi hecho añicos, esperando a un sustituto que se hizo de rogar. Muy pocas cosas vividas o quizá estas demasiado intensas, demasiado pesadas como para dejar algo de fuerza para una tarea tan dura como la palabra. Los músculos flácidos y el cerebro anquilosado por una montaña de quehaceres banales.

O quizá simplemente la montaña sea de excusas y la verdad se aproxime más al contagio de la indolencia, el haberme dejado mecer por las horas de metro y el falso cosmopolitismo. La inercia que nos mece en el transporte público y los trabajos mecánicos, el frío de los ojos que no me ven, que miran mis zapatos.

Una sensación de falsa pobreza, de soledad enlatada, un sueño prestado y la cabeza en standby mientras duermo.

Quizá sea culpa de esta ciudad, o quizá simplemente esta ciudad sea el chivo expiatorio perfecto para violar mis principios y mis aspiraciones y poder ser uno de tantos, un hombre plano y carente de inquietudes. Quizá se haya hecho peligrosamente apetitosa la idea de vendarse los ojos para ver el mundo como dicen que es, para así poder evitar las tareas más duras que nos da nuestra humanidad. Sentir. Pensar. Opinar.

Toma de contacto

Quizá no sea el momento de arrepentirse de las palabras, sino de reafirmarse en el silencio.