Se añade la certidumbre de una nueva contradicción en mi día a día. El deseo de sinceridad se enemista con el deseo de silencio.
Esta necesidad de saber, esta avaricia de conocimiento, de dialogar y llegar a un acuerdo, de exponer opiniones y dejar expuestos a la luz de una mirada azul los sentimientos. ¿Cómo no querer dejar salir este impulso de alma desaforada? ¿Cómo condenar al silencio lo que es por naturaleza un latido, es decir, una explosión?
Y por otro lado, la certeza del egoísmo de las palabras, su naturaleza acuática que les permite fluir y transformarse, evaporarse y hacerse niebla, destrozarnos con un golpe de hielo. Saber y padecer. Comunicar y hacer sufrir.
Qué desgracia esta de hacer propia la sensación de que el deseo de la belleza es el manantial del que brotan las lágrimas.
domingo, 18 de diciembre de 2011
Autorretrato invernal
Sabes que aunque a menudo se me olvide, soy de esas personas que saben lo que vale la vida y que no escamoteo en esfuerzo para pagar la belleza en lo que vale.
Camino desorientado, más de lo que me gustaría, y carezco de esa capacidad de observación que define a los grandes hombres. Sin embargo, soy de gatillo fácil, y se me dispara la alegría ante un destello de luz. Miro solo al cielo cuando algo en la tierra me recuerda la existencia de las estrellas, pero siempre se me viene a la memoria la presencia de otras manos cuando tras el cristal observo cómo de en el atardecer llueven piedras.
Soy, aunque lo dude con frecuencia, lo que he creído perder, el adolescente fulgurante del pasado, y me llevo a la cama bastante poco de mi máscara de adulto. Nunca me gustó manchar de maquillaje la almohada.
Aprendo y maduro, y me libero de la corteza y la hojarasca, aunque tarde en sacudirme las ramas podridas. Pero la savia es siempre la misma, la caída invernal de la hoja no cambia al árbol. Y sin embargo, aunque trate de volverme robusto y majestuoso en mitad del bosque, me reconozco más en la parra, en la enredadera. Soy frágil y mi belleza sólo se vislumbra cuando consigo mezclarme con una pared blanca o con un árbol generoso.
Han pasado los años, y descubro con la calidez del padre que reconoce en el crecimiento de su hijo los coletazos de la infancia que ya no soy mi propia sonrisa, ni la necesidad de buscar la ajena. Soy el breve instante que dura la mirada de los otros sobre mi alegría, el efímero instante en que se produce el contagio y dos bocas comparte el mismo gesto.
Camino desorientado, más de lo que me gustaría, y carezco de esa capacidad de observación que define a los grandes hombres. Sin embargo, soy de gatillo fácil, y se me dispara la alegría ante un destello de luz. Miro solo al cielo cuando algo en la tierra me recuerda la existencia de las estrellas, pero siempre se me viene a la memoria la presencia de otras manos cuando tras el cristal observo cómo de en el atardecer llueven piedras.
Soy, aunque lo dude con frecuencia, lo que he creído perder, el adolescente fulgurante del pasado, y me llevo a la cama bastante poco de mi máscara de adulto. Nunca me gustó manchar de maquillaje la almohada.
Aprendo y maduro, y me libero de la corteza y la hojarasca, aunque tarde en sacudirme las ramas podridas. Pero la savia es siempre la misma, la caída invernal de la hoja no cambia al árbol. Y sin embargo, aunque trate de volverme robusto y majestuoso en mitad del bosque, me reconozco más en la parra, en la enredadera. Soy frágil y mi belleza sólo se vislumbra cuando consigo mezclarme con una pared blanca o con un árbol generoso.
Han pasado los años, y descubro con la calidez del padre que reconoce en el crecimiento de su hijo los coletazos de la infancia que ya no soy mi propia sonrisa, ni la necesidad de buscar la ajena. Soy el breve instante que dura la mirada de los otros sobre mi alegría, el efímero instante en que se produce el contagio y dos bocas comparte el mismo gesto.
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