Y entonces,¿qué sucede cuando se escribe como se vive, sin pensar, moviendo la mano como se mueven los pies por la acera, la lengua por labios ajenos, los ojos por cuerpos inhumanos...?
Siempre sucede lo mismo. Lo que te da la vida habrá de quitártela. Aquello que representa un giro, una oportunidad inevitable, no puede avanzar solo. Todos caminamos de la mano de algo o alguien.
Quizá para algunos, la consecuencia, el escondite, sea irremediablemente vernos obligados a pensar en qué sentirá un personaje ficticio, un fruto de nuestra depravación, al ver (o más particularmente, al sentir) un galán de noche sin reparar ni en el árbol, ni en el olor ni en la noche. No puede ser de otro modo, supongo, la adquisición de estigmas. Tachamos con la tinta mecánica de los billetes de viajes la reválida amorosa tatuada en los labios de las cuentas pendientes, esas que para dejar de serlo se ven obligadas a arriesgar demasiado, y por tanto, no dejar de ser lo que el destino les marca: cuentas pendientes, cifras irresolubles, camas desnudas y atormentadas.
En ese caso, quizá escribir no sea un privilegio, sino una compensación por tanta perdida.
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