Es curioso cómo para alguien como yo, que insiste en el silencio, que cada día quiere saber menos, escuchar menos, ser más desconocedor de cuanto sucede a su alrededor, de cuanto se siente, de qué se siente, lleguen momentos como estos en los que se echa la vista atrás y lo único que se ve es cada palabra callada, el “y si…”, lo que no ha sucedido. Quizá sea porque por más que me empeñe, el silencio sigue siendo algo antinatural para el hombre. De momento.
“Aquella noche casi ni sabía quién eras. Es más, aun sigo sin saberlo. Te había conocido unas horas antes. Casi no nos entendíamos y aun así nunca dejamos de reír. El sol se reflejaba en tus gafas y en tu piel. Tu sonrisa abarcaba la calle entera. A lo largo de ese día, cada vez que te marchabas, deseaba volver a verte. Tumbado en una cama que no era mía, inventando con dos amigos un mundo que nunca existiría, pensaba que no podría volver a verte hasta el día siguiente. La puerta se abrió y te volví a ver. Te reíste te de mi aspecto. Sonreí a tu risa. Estabas cansada, era tarde, y te tumbaste a mi lado. Te acercaste poco a poco a mí, o creí que lo hiciste, o lo hice yo, y puse mi mano en tu cintura. Estuve acariciándote durante un rato eterno. A la mañana siguiente me pareció que apenas llegaron a ser unos minutos. Me cogiste la mano y la acariciaste. Poco después, quien te alojaba te llevó lejos de mí para dormir. Mi boca cerrada dijo “quédate a dormir aquí, conmigo”. No lo escuchaste.
Al día siguiente me llegó un mensaje. Mis amigas querían verme. Decían que tú también querías verme. De camino hacia el centro recibí otro mensaje, de otra chica. No fui a tu encuentro. Aquella tarde pensé que tú te marchabas, que la otra chica seguiría estando cerca. Cuando te marchaste, vi que ella estaba todo lo lejos que alguien podría estar de mí. Y tu cintura seguía en mi mano. La primera noche en la que un metro no bastaba para verte, supe que fui a ver a la otra chica por un motivo insípido: ella era un polvo seguro. Y lo fue. Pero sólo eso. Un polvo. Y tú nunca has dejado de ser mucho más que eso. Nunca dejo escapar la posibilidad de investigar sobre ti, de simular indiferencia preguntando por ti para saber dónde estás, cuantos kilómetros nos separan exactamente. Busco tus fotos. Tú sonríes en la pantalla. Yo sonrío en mi habitación. Y te añoro. Añoro no haberte conocido más, durante una tarde.
Cualquier sueño contigo era imposible. Es imposible. Sin embargo, siguen compartiendo la cama conmigo aquellos dos días posibles, aquellos días en los que podríamos haber sido efímeramente, cinturas que nunca son tan suaves, sonrisas que nunca dicen tanto sin tan siquiera tener que salvar la distancia del idioma.
“Aquella noche casi ni sabía quién eras. Es más, aun sigo sin saberlo. Te había conocido unas horas antes. Casi no nos entendíamos y aun así nunca dejamos de reír. El sol se reflejaba en tus gafas y en tu piel. Tu sonrisa abarcaba la calle entera. A lo largo de ese día, cada vez que te marchabas, deseaba volver a verte. Tumbado en una cama que no era mía, inventando con dos amigos un mundo que nunca existiría, pensaba que no podría volver a verte hasta el día siguiente. La puerta se abrió y te volví a ver. Te reíste te de mi aspecto. Sonreí a tu risa. Estabas cansada, era tarde, y te tumbaste a mi lado. Te acercaste poco a poco a mí, o creí que lo hiciste, o lo hice yo, y puse mi mano en tu cintura. Estuve acariciándote durante un rato eterno. A la mañana siguiente me pareció que apenas llegaron a ser unos minutos. Me cogiste la mano y la acariciaste. Poco después, quien te alojaba te llevó lejos de mí para dormir. Mi boca cerrada dijo “quédate a dormir aquí, conmigo”. No lo escuchaste.
Al día siguiente me llegó un mensaje. Mis amigas querían verme. Decían que tú también querías verme. De camino hacia el centro recibí otro mensaje, de otra chica. No fui a tu encuentro. Aquella tarde pensé que tú te marchabas, que la otra chica seguiría estando cerca. Cuando te marchaste, vi que ella estaba todo lo lejos que alguien podría estar de mí. Y tu cintura seguía en mi mano. La primera noche en la que un metro no bastaba para verte, supe que fui a ver a la otra chica por un motivo insípido: ella era un polvo seguro. Y lo fue. Pero sólo eso. Un polvo. Y tú nunca has dejado de ser mucho más que eso. Nunca dejo escapar la posibilidad de investigar sobre ti, de simular indiferencia preguntando por ti para saber dónde estás, cuantos kilómetros nos separan exactamente. Busco tus fotos. Tú sonríes en la pantalla. Yo sonrío en mi habitación. Y te añoro. Añoro no haberte conocido más, durante una tarde.
Cualquier sueño contigo era imposible. Es imposible. Sin embargo, siguen compartiendo la cama conmigo aquellos dos días posibles, aquellos días en los que podríamos haber sido efímeramente, cinturas que nunca son tan suaves, sonrisas que nunca dicen tanto sin tan siquiera tener que salvar la distancia del idioma.
Desde aquella noche no he vuelto a verte.”
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