viernes, 18 de diciembre de 2009

Los ojos en el suelo

Hace pocos días conocí a un chico francés que se había venido a España para terminar su carrera. En la conversación, que circuló por las vías del etilismo, me llamaron la atención unas palabras suyas, con las que me dijo que una de las cosas que más le gustaban de su nuevo hogar, de su ciudad de adopción, era el hecho de que la gente no caminara por la calle mirando al suelo. En su ciudad, como en las grandes ciudades de nuestro país, la gente no camina, sino que va a un lugar determinado. En ese momento, una luz se ha iluminado en mi cabeza y me he apuntado una nota mental para no olvidarme de reflexionar sobre este tema.
Durante estos días he estado pensando en esta idea de caminar con la cabeza alta, con los ojos bien abiertos, aplicada a mí mismo (el egocentrismo también es un método científico). Normalmente, cuando camino solo por la calle, llevo puestos los auriculares para escuchar música. En principio, la razón es simplemente esta, la pasión por la música, aunque quién sabe si un riguroso análisis psicológico daría indicios de de un aislamiento voluntario, cierto desprecio por la gente, o algo más mundano como tratar de evitar que lleguen a mis oídos palabras que no quiero escuchar. Siempre podemos desviar la mirada de aquello que no queremos ver, pero el acto de escuchar es involuntario, y a veces, dañino. Si tuviera que elegir alguna de estas opciones, me quedaría con esta última, tanto por no dejarme en mal lugar de cara a los demás, como por remarcar que me gusta la gente. Mis ojos van de cara en cara, examinan los carteles y los anuncios de las calles, e incluso a veces se elevan para observar la luz del cielo, el color de los bloques de edificios, las montañas que se elevan en la distancia. Supongo que como dijo mi efímero amigo de borrachera, comparto con el resto de habitantes de esta región cierta curiosidad, el deseo de ver una cara conocida o la posibilidad de llevarme algún recuerdo nuevo a las retinas con el que aprender de mi ciudad (y por supuesto, también me llevo alguna cara bonita, unos ojos resplandecientes o una falda corta, pero evitaré profundizar en este tema para no rebajar el nivel de éste artículo). Las reacciones de la gente son diversas. Hay quien cruza su mirada con la mía y quien al darse cuenta de que está siendo observado trata de mirar fijamente al horizonte sin conseguir evitar que sus pupilas se desplacen fugazmente de extremo a extremo. Algunas de mis compañeras de clase, por ejemplo, me sonríen y me saludan, incluso a veces se paran e intercambian conmigo unas cuantas palabras insulsas cuando van solas. Sin embargo, cuando sus novios las acompañan, ingresan en el club de los que miran al horizonte. Aun estoy buscando una explicación. También hay personas que con más o menos disimulo me hacen un escaneo completo, no sé bien si de mi físico o de mi vestimenta. Si no llevara puestos los auriculares podría escuchar un bip-bip-bip como el de los ordenadores trabajando a toda máquina.
Pero sobre todo, a veces me encuentro con una niña que apenas ha aprendido a correr persiguiendo a toda prisa a un grupo de palomas o disfrutando del ruido de las hojas del otoño bajo sus pies, a una pareja de ancianos paseando cogidos del brazo, sonrientes, a un chaval de mi edad, también con auriculares, que canturrea la música de su mp3, o un perro que se encuentra con otro y juega con él y lo olfatea y le ladra mientras sus dueños tiran de ellos. Y cuando pienso en ello, me alegro de no saber bien de qué color son los adoquines que piso.

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