Pasamos por la vida como pasan el tiempo los niños con juegos inventados. Elaboramos reglas sobre la nada y nos erigimos dioses, poderosos, omnipotentes. Y no es algo que sólo haga el más fuerte, ni la imposición del matón, del malcriado que asienta su voluntad para permanecer intocable, o peor aún, para pisotear a los demás. La vida transcurre como un juego inventado, pero un juego solitario. “Legos”, “clicks”, muñecos desparramados en una manta en el suelo. Creamos nuestras reglas, nuestros principios, nuestras bases en solitario, en la intimidad de nuestra casa, con todo el egoísmo del niño que no ha de compartir ni con amigos ni con hermanos, rectificando nuestras contradicciones sobre la marcha solamente si estas nos perjudican, pues las consecuencias nos son indiferentes. Y así salimos a la calle sin reflexionar, con un doble rasero detestable que genera trifulcas, que nos obliga a reconocer que nuestra naturaleza es insolidaria.
El padre de Kafka, que se comportaba en la mesa tal y como prohibía a sus hijos que lo hicieran; el infiel que exige fidelidad; aquél que se siente en posesión de su pareja, o peor aún, de aquellos que nada le deben; el musculoso que mira por encima del hombro (de su fornido hombro) al enclenque, al gafotas con granos al que atemoriza; el gafotas enclenque y con granos que actúa como odió que le trataran a él cuando al crecer se adueña de la fuerza que la inteligencia o la suerte o el dinero le otorgaron y se cobra su venganza sobre los musculosos estúpidos, de los que se vale a su antojo y se aprovecha y se mofa.
Pedimos lo que no damos. Actuamos como decimos que no se debe actuar. Y quizá esto no sea sino otra demostración de que hemos de seguir el camino del silencio. Ni siquiera nosotros sabemos cómo vamos a actuar. Quizá incluso nos sorprendamos actuando con criterio, sin egoísmo, poniendo a los demás por delante. Quizá seamos más ruines, más despreciables incluso de lo que podríamos esperar –llegar a casa y sentados en el sofá sentirnos traidores, malvados, odiosos−. No somos conscientes de nuestras reacciones, y por tanto, no somos dignos de juzgar las ajenas. Y qué decir entonces de atrevernos a educar.
Cada palabra pronunciada es un acto de osadía y cada juicio es injusto. Mejor no hablar. Mejor callar. Y si hemos de hablar, que nos escuche la menor cantidad de gente posible. Así, con un poco de suerte, nuestras palabras desaparecerán como si nunca hubieran sido pronunciadas.
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