lunes, 23 de marzo de 2009

Ojos que no ven.

Agradezco haberme alejado bastante tiempo de la ciudad que más pasos míos ha soportado para ahora poder mirarla con otros ojos, más parecidos a los que porto en las cuencas cuando visito lugares que no me vieron nacer o me ven nacer de nuevo. Es un verdadero esfuerzo mental pasear por las ciudades que nos poseen y que por tanto (o sin embargo) sentimos que poseemos, y no mirar con los ojos opacos, como si nada cambiara o los cambios no nos afectaran, sin la curiosidad del niño, intentando memorizar cuanto vemos. A veces, cuando podan los árboles, levanto la mirada y me doy cuenta de que existe la ciudad más allá de los dos metros de altura que abarca normalmente mi vista. Veo balconadas, barandillas, paredes sucias, llenas de moho, tendederos. Supongo que es algo parecido a lo que sucede cuando nos asomamos a una de las casas más altas de la ciudad y vemos el paisaje de antenas y mugrientos tejados y apenas somos capaces de reconocer los edificios que se extienden en derredor.
Es posible que si viera una foto de una porción de los edificios ante los que más veces paso al cabo del día, no sería capaz de reconocerlos sin la perspectiva de las aceras, los coches aparcados, los negocios de los pisos bajos.
Igual nos sucede con las personas. De tanto verlas se transforman más en su nombre o en su representación mental que en su apariencia física. ¿Podría atreverme a decir que el amigo al que veo con tanta frecuencia no tiene un lunar junto a la barbilla, o peor aún, reconocer su barbilla o diferenciarla entre varias? Y en cambio sé perfectamente como son los hombros de la chica que se sienta junto a mí en clase, cuantos de mis compañeros de aula son zurdos, quiénes se muerden las uñas. Sin saber por qué, miramos a los que ya son nuestros como si fueran nuestros. Y sin embargo no lo son. Los miramos sin observar, sin analizarlos como al principio, como si ya no fueran caras sino máscaras. Escuchamos: “Cariño, me he cortado el pelo y no te has dado ni cuenta”, y nos sentimos ofendidos, como si fuera una exigencia absurda prestar a cuantos cambios físicos acaecen en los cuerpos ajenos, o tejemos una excusa, un rápido “perdona, tenía la cabeza en otra parte”.
Perdemos la curiosidad y nos quedamos con lo que extrajimos de las primeras visualizaciones de las personas, y una vez está hecho el retrato robot, nada cambia. Por eso seguramente agradecemos que aparezcan nuevas personas, porque nuestra naturaleza curiosa se aplaca al examinar nuevas pieles, nuevas caras, nuevos cuerpos. Pero ahí está el riesgo. Ahí entra la rutina que nos impide ver nuevos rasgos en las caras de los amigos, los familiares, redescubrir cada noche o cada tarde o cada mañana (no hay un horario para el desnudo) el cuerpo de nuestra pareja, sus pliegues, una nueva arruga, un lunar nunca antes visto, la celulitis que lejos de desagradarnos habrá de darnos un nuevo dato, un nuevo paso, una muestra del tiempo que pasa, y afortunadamente es juntos.
Inevitablemente nos alejamos del niño curioso que fuimos que almacena las imágenes como fotos, que toca, que saborea, y miramos y tocamos y degustamos a la persona que duerme a nuestro lado casi sin sentir, con un “Perdona, tenía la cabeza en otra parte” que no decimos pero que nos embarga.
Entonces, ¿qué hacer? ¿Alejarnos de la gente para al volver a verlos recuperar las ganas de examinarlos con cada sentido? Esto no es posible. Es más fácil alejarse de las ciudades que de las personas. Quizá simplemente debamos pasear por nuestras calles y por la carne y las caras de la gente querida mirando hacia arriba, hacia lo que nunca vemos. O hacia lo ya visto como si fuera nuevo, un regalo, una obra de arte a la que con cada visionado se le extrae un nuevo detalle.

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