jueves, 16 de abril de 2009

Paseos

Pasear es como soñar. Damos un paso tras otro de una forma casi inconsciente, sin percibir del todo bien lo que nos rodea, cómo brilla la luz, con quién nos cruzamos. Nos embriaga la prisa como en el sueño nos embriaga el descanso. Sin embargo, al igual que cuando dormimos hay ocasiones en las que recordamos con nitidez el mundo soñado, cada detalle creado por nuestra mente, por nuestro inconsciente, hay paseos que no olvidamos. Sin una explicación, sin motivo ni porqué, sin un rasgo sublime que haga valer la caminata más que otras, cada edificio, cada persona, cada pensamiento se nos graba en la memoria, y si no dejamos pasar demasiado tiempo, podemos hacer como aquellos que duermen con un cuaderno junto a la cama y evitar que el recuerdo se evapore. Así es que ahora, llegado a casa, hecha la cama, limpias las manos, ya descalzado, me siento a describir la última media hora andada.
He recorrido toda la avenida de la Constitución con la mirada puesta hacia el horizonte. Los rayos de sol que se derramaban entre las espesas nubes, las casitas blancas y la nieve me han hecho pensar que por más que me quiera marchar de esta ciudad, no solo es un mal menor seguir en ella un año más, sino seguramente un regalo.
Al otro lado de la calle caminaba un conocido y me he alegrado por la distancia que nos separaba. Quería andar sólo, silencioso, acompañado por un único sonido: el de la música de mis auriculares.
Aunque sabía que estaba allí, he tardado en reparar en la enorme bandera de España que ondea encabezando la avenida. Siempre me he preguntado si su ubicación fue cuestión de azar o si alguien planeó a conciencia situar aquel enorme símbolo patrio justo frente al parque donde se juntan más porreros, perrifláuticos (o pies-negros)y estudiantes a beber litronas. En cualquier caso, su visión no me molesta.
A una distancia considerable de un semáforo en rojo he dudado entre apretar el paso para alcanzarlo en verde y así no tener que esperar o seguir el ritmo de mis pasos. He decidido no alterar mi velocidad, y más aun al ver a lo lejos como el temporizador del semáforo al ponerse en verde marcaba noventa segundos. No obstante, no he conseguido evitar una desagradable sensación en el estómago y las piernas, como si me estuviera obligando a caminar despacio y algo dentro de mí deseara acelerar, como si estuviera apretando el paso sin darme cuenta, violando mi propia voluntad.
Me he cruzado con un hombre que paseaba a un anciano en silla de ruedas, con una mantita a cuadros cubriéndole el regazo, y he sentido miedo por la gente a la que tendré que ver envejecer.
Ante un joven flautista andrajoso he fijado mi mirada en un punto lejano, como si estuviera en otro mundo y no pudiera ser consciente de nada de lo que me rodeaba, para evitar el trago de negarle una limosna. Me mata la gente que no pide dinero en silencio, sino que te pone la gorra en las narices mientras te relata sus penurias y ante el rechazo te despide con desprecio, con reproches, como si fuera una injusticia que un chaval más joven que ellos e igualmente desempleado les niegue unas monedas.
No tenía sed, pero al pasar ante una fuente me he parado a beber. Casi siempre lo hago. Beber de esa fuente me hace sentir inexplicablemente bien.
Al llegar conservatorio he visto salir a un grupito de chicos de mi edad. Me gusta la gente que hace música, que toca algún instrumento. Seguramente los músicos sean mis artistas favoritos. Tengo ciertos prejuicios hacia los actores. Los artistas plásticos me inspiran recelo. Delos que he conocido, algunos me han parecido adorables y los demás infantiles, histriónicos o engreídos. La gente que escribe acostumbra a tener bastantes rarezas y necesitan de bastante tiempo para conocerlos, comprenderlos, aceptarlos, y ocasionalmente, en último lugar, quererlos, considerarlos amigos. A otros muchos les cierro las puertas mucho antes, desde el principio, en cuanto les oigo hablar de sí mismos como escritores, poetas, sin nada que los avale más que su prepotencia. En mi propio caso, siempre me ha parecido una aberración escuchar que alguien diga de mí que soy escritor, o escucharme a mí mismo decir “los escritores somos de tal manera” o cualquier frase que me incluyera en un colectivo tan genuino. Casi me siento culpable al hacerlo. A mi parecer, somos muchos los que escribimos, ya sea para liberar nuestros sentimientos o por entretenernos, pero en cualquier caso, ni un blog, ni un premio, ni siquiera una publicación pueden otorgar la etiqueta de escritor. Ser escritor es algo más, aunque no sabría bien explicar qué. Como en tantas ocasiones me resulta más difícil describir lo que no es algo que lo que en realidad es. Pero volviendo a los músicos, ellos son otra cosa. Al igual que cualquier persona, pueden ser detestables, graciosos, adorables, tiernos, estúpidos… Pero en cualquier caso, entran por los ojos. Ver a alguien tocar su instrumento embelesa tanto a la vista como al oído, es casi una escena romántica, alguien que besa, acaricia, pulsa, araña a su ser amado para exteriorizar sus pasiones, sus sentimientos. Los músicos pueden ser traidores, pues acostumbran a resultar bellos de primeras, al realizar su arte, para luego desvelar su verdadera naturaleza. Sin embargo, me es imposible escapar a la sensualidad que desprenden. Si supiera de la existencia de un lugar en el que acostumbren a comer o a tomar café los estudiantes del conservatorio, iría allí con frecuencia para observarlos y tratar de adivinar que instrumento tocan, para contemplar cómo son en la vida real, lejos del halo embellecedor de la música. Si tuviera que diseñar una mujer ideal, tocaría algún instrumento.
He llegado a la facultad de derecho. Hay cafés preciosos allí, terrazas, una crepería, y sin embargo, ahora todo el mundo se encierra en un recinto de plástico a comer donuts (de plástico).
Al acercarme a mi facultad he sentido ganas de encontrarme con algún compañero de clase. Diez pasos más tarde se me han quitado.
Había madres recogiendo a sus hijos del colegio. He pensado que me gustaría que alguno de mis primos viviera más cerca y así poder recogerlos, llevarlos al parque, jugar con ellos.
Al llegar a Camino de Ronda, una de las calles más grandes de Granada, muy cercana a mi casa, he descubierto que por fin han quitado las vallas de las obras de uno de los pasos de peatones. Ya puedo volver a cruzar sin invadir la carretera, como una persona civilizada. Aunque para qué me voy a engañar, de no haber obras, también cruzaría por donde me viniera en gana en cuanto viera un hueco en el tráfico.
He llegado a mi bloque y me he cruzado con uno de mis vecinos que salía del ascensor. Como siempre, no me ha saludado, y como siempre, iba fumando. No soy demasiado tiquismiquis con el humo del tabaco, pero en los ascensores me repugna. He decidido subir por las escaleras, y mientras escalaba pisos, he ido maquinando venganzas, como mearme en su felpudo o pegar carteles insultantes por todo el edificio a sabiendas de que nunca las llevaré a cabo. De todos modos, es reconfortante soñarse despierto haciendo cosas, diciendo palabras que no tenemos el valor de pronunciar.

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