Ejercer poder es algo fantástico. Gobernarnos a nosotros mismos (nuestro cuerpo y sus uñas, el vello que crece más de lo deseado) es algo que viene ya de nacimiento. Tenemos la libertad inevitable de rebelarnos, de decir que no, o incluso, como guerreros de Numancia o de la época en que Estepa era Astapa, quitarnos la vida antes que renegar de nuestra potestad inalienable. Sin embargo, no es este el poder que atrae a las masas, el poder que atrae a las grandes voces que dictan o gestionan el devenir de las naciones, o a menor escala, la de los más débiles que los rodean.
Es así que, quizá movidos por el acto vengativo del “Igual que me trataron a mí trataré a los demás”, quizá por ser simple y llanamente humanos, decidimos qué es mejor para los demás. Damos un paso adelante, una palmada en el pecho, y le decimos a nuestros hijos qué ser de mayores, a nuestra pareja qué camino escoger para sufrir menos, a nuestros amigos qué chicas rechazar. Nos quejamos de las dictaduras y tratamos de establecer la nuestra con cada palabra, con cada gesto.
Vivir en sociedad es respetar unas normas, acostumbra a decirme un amigo. Y seguramente, la vida en sociedad también sea el estraperlo, establecer un mercado oculto, remover las conciencias. O simplemente, llevar las jerarquías hasta sus últimos estadios y así impedir que nadie quede libre de estas poniendo bajo el yugo de los padres a los hijos, bajo el de los novios a las novias, bajo el de Dios a los infelices.
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