Las series americanas tienen cosas buenas. No me refiero a Dexter, Perdidos, House y compañía, que unas veces me hacen pensar que ha nacido el octavo arte y otras me dan arcadas. Las series americanas, las de siempre, con las que crecimos, nos permiten sobrellevar los últimos efectos del alcohol en las mañanas de domingo y nos vacían el cráneo cuando no vamos al trabajo o a clase por estar enfermos y son un mal menor frente a los círculos de porteras que se arremolinan en torno a una mesa para desmigar la prensa de colores. Incluso son un consuelo para las series españolas, o para los espectadores de series españolas. No es que las nuestras sean lamentables, sino que como siempre, los imitamos con diez o quince años de retraso.
Pero sobre todo, las series americanas tienen algo de lo que tengamos que aprender: las citas. Los personajes de estas series, adolescentes, jóvenes e incluso adultos se citan. Y no es un “mañana tomamos un café” o “a ver si charlamos un rato”. Es un acuerdo tácito, un contrato verbal con cláusulas no escritas bastante claras. En estas citas hay un “apenas te conozco, pero me llamas la atención y quiero tener unas horas contigo para saber cómo eres, y si la cosa sale bien, besarnos, dormir juntos, acostarnos o forjar algo aun mayor” soterrado. En estas citas, nadie tiene pareja, y si la tiene, da igual. En estas citas hay un interés recíproco que se analiza a lo largo del encuentro y que se certifica con un beso en la puerta de la casa de la chica. No hay juegos ni incógnitas. Hay una atracción platónica o sexual, o ambas.
Este marco es muy similar al “pedir salir” de los adolescentes que acaban de rebasar los límites de la niñez. Y quizá por esto al madurar nos parece cursi, ñoño, innecesario. Pero en realidad, este desprecio no es más que otra señal de la hipocresía adulta, de nuestra inmersión en la mentira. Los adultos (o semi-adultos) preferimos el juego del engaño y la incertidumbre. En las reglas de nuestro juego, estas “citas” resultan empalagosas o demasiado directas. Parece ser que acercarnos a alguien y decirle claramente: “no sé por qué, pero cuando coincido contigo no puedo dejar de mirarte, y después de haber hablado un par de veces contigo me gustaría invitarte a cenar, al cine, pero a sabiendas de que lo que quiero es certificar que estos sentimientos tienen una base, o que simplemente me gustaría saber quién eres cuando estás desnuda” no cabe en ninguna cabeza. Igualmente, la sinceridad excesiva de un “estamos un poco bebidos, hemos empezado a bailar, y después a besarnos, pero mis pretensiones no van más allá de un simple polvo, y prefiero que lo sepas para que no te hagas ilusiones de otro tipo”, “tengo novio, y lo quiero de veras, pero está muy lejos, no lo veo casi nunca, y me gustaría que tú fueras mi válvula de escape en la ciudad” o “he escuchado con atención tu voz, aunque nunca me hayas dirigido la palabra, e inexplicablemente produce en mí un sentimiento de inmensa ternura, y aunque no sepas mi nombre y yo sí el tuyo, me gustaría devolverte la ternura” parece ser obra de la locura. Nadie en sus cabales abriría su corazón, su alma o su cabeza con tanta facilidad. Y sin embargo, cuantas lágrimas nos ahorraríamos, cuantos malentendidos, cuantas ilusiones abocadas al fracaso. Pero como creo que ya he dicho alguna vez, rememorando las palabras que con tanta frecuencia me dedica un gran amigo: vivir en sociedad significa respetar unas normas. Desgraciadamente, ser sinceros, y por tanto libres, y aceptar la sinceridad de los demás a expensas de una comprensión recíproca de la nuestra no es una de ellas.
Sin embargo, no deja de acecharme la idea de entregarme a la verdad y compartirla con los que me rodean cuando no tenga nada que perder, cuando comience la cuenta atrás de la sociedad que me rodea para embarcarme en otra. Quizás salga bien y sea un punto de inflexión en mi manera de actuar en el futuro, o como mínimo, cabe la posibilidad de que siembre la semilla de esta mentalidad de algún modo.
1 comentario:
“He escuchado con atención tu voz, aunque nunca me hayas dirigido la palabra, e inexplicablemente produce en mí un sentimiento de inmensa ternura, y aunque no sepas mi nombre y yo sí el tuyo, me gustaría devolverte la ternura”
Quizá sea de esas cosas que pasan una vez en la vida, pero me has tocado la fibra plasmando en palabras lo que pensé la primera vez que te vi en clase de T12.
Hay personas que captan tu mirada. Desde el primer momento en que las ves, sabes que hay algo ne ellas que es distinto, que te atrae, y vas hacia ellas como las abejas a la miel. Sin saber lo que deparará el futuro, sonríes ante esa atracción y te preguntas por qué. No tiene que haber un por qué exacto, ni latente, ni certero. De hecho no tiene que haber un por qué sino un cuándo. ¿Cuándo saciaré esta duda? ¿Cuándo podré saber más sobre esa persona?
No sé durante cuánto tiempo durará la ternura que te profeso, no sé por qué, en tan poco tiempo, has sido capaz de tocar mi fibra más sensible, de hablar conmigo sin pretensiones, de abrir tu corazón, de ser sincero. No sé por qué, pero te lo agradezco.
En el estado en que estoy ahora no puedo agradecértelo como debería. Sólo soy una extraña diciéndole a un extraño que le estoy agradecida. No tienes que saber por qué, sólo tienes que saber cuándo, cuándo será el día en que dejemos de ser extraños para ser amigos y así poder devolverte el favor.
A la próxima ronda te invito yo.
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