Hace poco más de un mes estuve en Italia. Bueno, no exactamente en Italia. En Cerdeña. No es un matiz político, al menos no en mi caso. Al igual que en el territorio español, hay italianos que no se sienten como tales. Pero fuera de estas diatribas regionalistas, es cierto que tuve la impresión de que los sardos eran otra cosa. Sin embargo, este no es el tema que me disponía a tratar.
El caso es que tenía mi cuaderno (una moleskine, de esas que escribas lo que escribas en ellas te dan un aire del que no sé si enorgullecerme o avergonzarme) repleto de notas sobre el viaje. Y después de tanto tiempo, aun no me había parado a reflexionar sobre ellas, a desarrollarlas, a mirarlas desde la distancia del tiempo y el espacio. Pero por fin hay un hueco en la agenda del estudiante en época de exámenes.
En Cagliari conocí a mucha gente: Erasmus, un antiguo terrorista que había pasado casi dos décadas en prisión, un chico de Madeira del que me sentí casi un hermano durante unos pocos días y un par de sardos de mi edad que me regalaron toda su hospitalidad entre otros muchos. Todos se merecen al menos un breve artículo, y quizá lo tengan, pero en este momento siento la necesidad de hablar de uno de ellos en especial, quizá porque la sensación que despertó en mí es algo sobre lo que ando mucho tiempo pensando.
Hay gente que desprende una atracción inconmensurable a su alrededor. Hablo y escribo tanto, y soy tan poco partidario de pensar en lo que digo y de leer lo que escribo que ya no sé si lo he mencionado, pero se me ocurre el ejemplo de una chica preciosa a la que conozco (sólo de vista), tan guapa que intimida. Todos los chicos que conozco que comparten al cabo del día unos metros cúbicos, el aire de un aula con ella, la observan con admiración. Sin embargo, ninguno nos hemos atrevido a acercarnos. Ninguno. Más allá de las intenciones sexuales, ni siquiera para entablar una conversación y sentir el placer de la envidia de los demás por haber mirado sus ojos de cerca, por ser merecedores de escuchar una voz que aun no sé si se corresponderá con lo armonioso de su físico. Ella es la atracción de la vista. También se me ocurre otro ejemplo: otra chica (cuanto me cuesta utilizar la palabra mujer; sigo sin saber a quién aplicarla). No tan hermosa como la anterior, quizá igual de silenciosa. Pero a ella si la he escuchado. Su voz es dulce y su tranquilidad multiplica esta dulzura. Otro paralelismo con la chica de la atracción de la vista es un nuevo muro: no regala la dulzura de su voz con facilidad. Ella es la atracción del oído y del misterio. La belleza oculta. Una búsqueda. Tampoco puedo pasar por alto a un chico. Normal a la vista. Sin misterio. Equilibradamente extrovertido. Nada hace pensar que pueda ser dueño de un don especial. Y sin embargo encarna la atracción de la risa y del abrazo. Es la felicidad y la paz en la boca del estómago. Pero tampoco él se libra de los muros. Su imagen neutra oculta el toque de calor que hay en sus manos.
Sin embargo, la persona, el chico, o más bien el hombre (sí, en este caso sí, siendo más joven que los anteriores ejemplos es un hombre) del que pretendo hablar, es una atracción sin muros. Me advirtieron de esta cualidad suya, pero era imposible resistirse. En una foto, pasaría totalmente desapercibido. Sin embargo, en el momento en el que cruza la puerta de tu casa, del bar en que te encuentras, cuando nuestros pasos nos dirigen al banco del parque en que nos espera sentado, los sentidos empiezan a percibir cosas inexplicables. Sin saber por qué, su magia se multiplica. La cercanía lo hace más guapo, más alto, más simpático. Y aun no ha hablado. Afortunadamente. Porque en el momento en que lo hace, ya has caído en sus redes. Atrae miradas, se transforma en una estrella, un centro gravitacional. Me atrevería a decir que alguien cuya pareja se enamorara de esta persona no encontraría argumentos para culparla.
Ahora es cuando entra el punto más importante de esta descripción: él sabe de su poder. Y para más inri, una última vuelta de tuerca: no abusa de esta cualidad. Parece que su conocimiento se haya desarrollado para saber medir, controlar los tiempos de su conversación, cómo gestionar el desarrollo de sus relaciones sociales apaciguando el posible odio que las virtudes extremas acostumbran a generar. Supongo que todo esto, aunque pueda parecer una exageración por mucho que diga que hay una enorme cantidad de gente que comparte mi parecer, justifica los términos de mi descripción que lo colocan a la altura de un dios, un santo o un héroe mitológico.
Sin embargo, no sé hasta qué punto confiar en que esto sea una virtud y no un castigo. Alguien superará la barrera del miedo, del sentimiento de inferioridad, y escuchará la voz de la chica hermosa. Alguien conseguirá conocer cuánta dulzura hay más allá del misterio de la voz hermosa. Somos muchos los que disfrutamos de la sensación de armonía que permite conciliar el sueño tras abrazar al chico risueño. Pero, ¿durante cuánto tiempo se puede compartir una vida, un amor, una amistad con alguien tan virtuoso sin acabar por sentirnos minúsculos, inertes, vacíos? ¿Cómo se puede apreciar el mundo con alguien que roba nuestra atención de todo lo demás? ¿Quién más, aparte de otro ente sobrehumano, puede sobreponerse al inexorable ataque de la envidia?
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