Nunca he entendido la publicidad. Quizá esa sea la base de este negocio, no estoy seguro. En cualquier caso, cada vez que veo un anuncio, a no ser que sea original hasta el punto de hacerme reír o de saltarme las lágrimas de la emoción (cosa que ha sucedido más veces de las que me gustaría reconocer; soy un poco moñas) hago el mismo esfuerzo de atención que hacen mis amigos cuando les hablo de poesía o de Wong Kar Wai: cero. Supuestamente, aunque no me dé cuenta, cada anuncio está bombardeando mis neuronas para que elija un producto por encima de los otros. Sin embargo, por más que los emails de viagra y pastillas adelgazantes esquivan el filtro de correo no deseado de mi ordenador, mi excitación sexual sigue dependiendo de factores externos no farmacológicos y sigo siendo uno de esos tíos que argumentan que en su cuerpo “hay donde agarrar”. Nunca he tenido las zapatillas de mis jugadores favoritos, compro la leche de mi tierra y los productos de limpieza que me recomienda mi madre. Ella sí que sabe hacer publicidad.
En cualquier caso, estos días me ha asaltado por la calle una campaña de marketing que aun estoy tratando de digerir. Desde hace unas pocas semanas, algunos autobuses urbanos de mi localidad llevan una inscripción de dimensiones monumentales que reza: AUTOBÚS NUEVO. Bueno, quizá no lleve la tilde, pero básicamente este es el lema. Es posible que yo sea un cínico, un retorcido o que mis padres me hayan dado una educación subversiva que me impide analizar la realidad como una persona más, pero en mi cabeza, en lugar de aparecer el ansiado “¡Genial ¡Autobús nuevo!” que la empresa deseaba grabar a fuego en mi subconsciente, surge otra idea: si promocionan los autobuses recién comprados, ¿será que los otros son obscenamente viejos? ¿Cómo me subo yo a un autobús sin cartelito, sabiendo que en cualquier momento puede aparecer uno que acaba de salir de la fábrica, con su olor a tapicería nueva? Es posible que esta mentalidad se deba a la idiosincrasia propia de mi tierra que el saber popular tacha de negativa, sarcástica, y en algunos casos, malhumorada, pero el hecho de que me informen de que el autobús en el que viajo es nuevo solamente me hace pensar en que otra gente estará sentada en una cascarria incómoda y posiblemente insegura.
Algo similar me ha sucedido recientemente, delante de la televisión. En las noticias deportivas hablaban de un futbolista que había sufrido una tremenda lesión que me produjo un repentino dolor solidario en el tobillo. Su entrenador, triste, con los ojos llorosos y la voz rota, declaraba en rueda de prensa que aquel jugador no se lo merecía. Mi abuelo, que estaba sentado a mi lado, añadió: “Es verdad. Se ve que es muy buen chaval y muy noble en el campo”. No obstante, esas palabras casi me dolieron en los oídos. No pude evitar pensar que si aquel entrenador había dicho que ESE jugador no se lo merecía, inevitablemente, habría otros que sí. Seguramente, más de uno sonreiría o sentiría indiferencia si el niñato de los abdominales perfectos se rompiera la pierna en cinco pedazos.
Nuestra naturaleza nos traiciona. Rara vez decimos que nadie se merece un sufrimiento determinado. Decimos que una persona en especial no se lo merece. Le decimos a nuestros amigos y a nuestros hermanos “Aléjate de esa persona. No te merece”, y ciertamente, lo que pensamos es que hay una persona que sí se merece a ese ser despreciable que tan mal ha tratado a quien apreciamos. Un hombre casado y con hijos no se merece un cáncer fulminante. Un drogadicto, un mendigo abandonado, sí.
A pesar de la contradicción, nuestra propia maldad nos hace pensar que la gente mala ha de sufrir y que los buenos han de ser felices. Y esa es la demostración de que nadie merece padecer, ya que de lo contrario, todos lo mereceríamos.
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1 comentario:
Me ha gustado mucho.
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