Se hace persistente el cansancio de vivir con las venas desplegadas, esperando a que un viento desorientado deje de dar vueltas sobre su propio eje. Pero es peor estar en mitad del océano sin ancla que nos detenga en el vacío, que nos haga visibles desde un puerto en el que alguien nos pueda ver y entienda nuestros gestos de socorro en lugar de pasar fugaces como el deseo de un adolescente que mira al cielo.
Ya lo he probado todo. He tirado compañeros por la borda para aminorar la carga y he atado todas mis posesiones a una cuerda, pero no he conseguido hace de estas una rudimentaria ancla.
Ya solo queda aparecer y desaparecer en la distancia hasta que llegue, no ya un puerto en el que recuperar el tacto de la tierra, sino simplemente, un montón de rocas en el que encallar.
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