¿Dónde están las palabras de un año? Un cuaderno desapareció, casi hecho añicos, esperando a un sustituto que se hizo de rogar. Muy pocas cosas vividas o quizá estas demasiado intensas, demasiado pesadas como para dejar algo de fuerza para una tarea tan dura como la palabra. Los músculos flácidos y el cerebro anquilosado por una montaña de quehaceres banales.
O quizá simplemente la montaña sea de excusas y la verdad se aproxime más al contagio de la indolencia, el haberme dejado mecer por las horas de metro y el falso cosmopolitismo. La inercia que nos mece en el transporte público y los trabajos mecánicos, el frío de los ojos que no me ven, que miran mis zapatos.
Una sensación de falsa pobreza, de soledad enlatada, un sueño prestado y la cabeza en standby mientras duermo.
Quizá sea culpa de esta ciudad, o quizá simplemente esta ciudad sea el chivo expiatorio perfecto para violar mis principios y mis aspiraciones y poder ser uno de tantos, un hombre plano y carente de inquietudes. Quizá se haya hecho peligrosamente apetitosa la idea de vendarse los ojos para ver el mundo como dicen que es, para así poder evitar las tareas más duras que nos da nuestra humanidad. Sentir. Pensar. Opinar.
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