Ya no hablamos con los desconocidos. Mis vecinos, que tienen mi edad, ni siquiera me informan de lo feos que son los cirros, cúmulos y estratos que surcan nuestro cielo, si acaso me preguntan si estoy interesado en compartir una línea de wi-fi. Tampoco los taxistas me recuerdan la situación de la liga ni lo asquerosa que se queda la calle por los botellones, ni las viejas a las que cedo el asiento en el metro o las que se sientan a mi lado en el bus de vuelta a casa durante dos horas indagan sobre mi vida.
A mi no me desagrada, yo soy un ser asocial y me molestan enormemente las opiniones que me llevan la contraria y tener que cambiar mi plácido plan de leer, dormir, mirar por la ventana o escuchar música simplemente porque a un extraño le hayan dado ganas de no sentirse solo o de restarle tension a la tesitura de compartir un espacio tan reducido. Pero, ¿y los demás? ¿Todo el mundo ya se ha vuelto rancio y arisco como yo? ¿Despreciamos todos ya a los desconocidos o a cualquiera que pueda interferir en la calma de nuestros relajados planes?
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