Si hubiera sido otro (es decir, yo mismo en cualquier otro momento de mi vida anterior a este), habría dejado que fueran el calor y la saliva los que dominaran nuestras bocas, en lugar de las palabras. Pero el calor y la saliva, a diferencia de las palabras, no se pueden recordar. (El mayor pesar de la vida del hombre es que el placer no tiene lugar en la memoria. Afortunadamente, tampoco el dolor.)
Si me hubiera dejado llevar tendría ahora mismo un traje de prisa y unos dedos inseguros, temblorosos. La camisa torcida, mal abotonada. Sería dueño también de la cara del orgullo. De dos latidos posibles, solo recordaría el de mi sexo.
Si fuera otro yo y no yo, no podría atormentarme con un recuerdo, con el temor de que ella deseara más a aquellos que no soy pero fui, con la idea desgastada de que por más que vea jugar a la gente, por más que lea las instrucciones, no aprendo a jugar a este juego ni a bailar si no es otro quien me lo pide y me lleva.
Pero, ¿qué sería de estos días sin la memoria de un cabello rubio, de las conversaciones fragmentadas, sin los fotogramas que mis ojos le robaron de sus piernas fuertes, de sus ojos pacientes mientras hacía fotos de lo desconocido?
Sin el sueño de sus músculos bajo la piel al danzar, sin las cábalas sobre lo que quisimos decir con el tercer idioma que hablamos (el de la intimidación de mis ojos y la desnudez de los suyos), sobre su traducción al idioma de la esperanza, estos días habrían sido tranquilos, apacibles. Me habría mantenido en el camino de la gente normal. Pero recordar y sufrir por vivir de la memoria apaga la nausea que produce vivir en paz con los hombres y en guerra con mis sueños.
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