miércoles, 9 de septiembre de 2009

Gordo


Me siento gordo. Me siento gordo a pesar de no estar gordo. Me siento gordo cuando quizás debería pensar que me siento flácido. Veo a los que sí lo son, las ingentes masas de carne que se aferran a un esqueleto como tumores que no paran de propagarse y que causan la muerte (la superficial muerte de la belleza en la mayoría de los casos, lejos de algo más profundo), las extrañas formas que dibuja la grasa bajo las camisetas, cómo una prenda de una talla superior a la estatura y longitud de brazos de su dueño se ajusta a su cuerpo casi como si le fuera pequeña. Y aun así tengo la desfachatez de sentirme gordo, de quejarme de mi cuerpo.
Voy al gimnasio. Allí me compadezco de los que hacen pesas ante el espejo, de los que miran su propio cuerpo casi con lascivia. Siempre me he preguntado si los culturistas, de tan machos que quieren parecer, no serán maricas. Los miro mientras corro en la cinta, mientras levanto pesas de espaldas al espejo, mientras descanso de los abdominales y los estiramientos, y me compadezco de ellos. Me río de ellos. Y sin embargo, mientras paseo por casa sin camiseta, me miro en cada espejo que se cruza por mi camino, me detengo ante el espejo de mi cuarto y observo mi cuerpo con reprobación, tratando de negarme que el ejercicio tenga algún efecto sobre mi cuerpo. Por la noche, cuando la oscuridad de la calle hace que las propias ventanas reflejen lo que se encuentra dentro de la casa, camino endureciendo el vientre, como un vulgar adolescente en la playa. Me quejo de mi cuerpo sin derecho, y aun así no soy capaz de evitarlo.
Sé de la falta de moral que esto supone. Sé que compadecerse de uno mismo por un mal que son otros quienes lo sufren es algo despreciable, algo de lo que siempre he tratado de huir a través de la crítica. Y sin embargo, sigue aquí, entre mis sienes, a ambos lados de mi nariz, en mis ojos, que espían mi imagen cruzando las habitaciones a la espera de un cuerpo que no es el mío, de un físico que me haría ser quien no soy. Seguramente no sea más que eso. No simplemente la crítica social de los cuerpos imperfectos que invade mi propio criterio, no el deseo de un cuerpo saludable, menos aun la ambición de unas capacidades atléticas que me permitan saltar más, correr más, levantar más peso, tener unas pulsaciones inferiores a la media humana ante cualquier esfuerzo, sino más bien la autocrítica más pura y desagradable, un odio directo y limpio hacia mí mismo. Odio este cuerpo porque de tener otra forma, de ser más alto, más gordo, más fibroso, más pálido, no sería yo como soy. Si fuera más fuerte posiblemente habría cerrado alguna discusión a lo largo de mi vida a base de golpes. Si fuera más gordo nunca habría cerrado una discusión a mi favor. Si fuera más fibroso, ligero y duro como el bambú, flotaría entre las disputas, me resbalarían los insultos y los despropósitos. Si fuera más guapo, si mi don hubiera sido la belleza, las malas palabras correrían muy lejos de mí, a mis espaldas, como ríos lejanos, como un lento deshielo de furia envidiosa contra mis genes equilibrados. De ser otro mi cuerpo, otros mis ojos, menos profundos y difíciles de mirar fijamente, unos ojos azules que solo llamaran a la contemplación de su hermosura sin sembrar la incógnita de a dónde se dirigen, qué analizan; de ser otra mi piel, menos oscura, más lisa, despoblada de bello, unas mejillas lampiñas y un pecho que no apresara las gotas de sudor hasta hacer de su maleza un paisaje amazónico, un paisaje de selva tropical tras la tormenta, con las hojas brillantes pero hundidas por el peso de la lluvia, no daría la impresión de querer ocultar algo, cicatrices quizá, tras esta coraza mullida, podría alargar la niñez por albergar el alma en un cuerpo largamente adolescente; de ser otra mi estatura, miraría desde abajo, compungido, o desde el vértigo, poderoso, nunca cara a cara, obligado a afrontar cuanto ha de generar lucha. De ser otro mi cuerpo, sería otra mi alma.

1 comentario:

Michy dijo...

Comienza la pantomima.

Como cada día me levanto, abro los ojos a ese nuevo amanecer que la luz clara del día me brinda y qué me encuentro: miedo. Miedo a abrir la puerta del armario y encontrarme, sí sí, encontrarme a mí y a todo lo que mi cabeza quiere de mí.

Despacito rebusco entre los mares de ropa amontonada algo que ponerme hoy: los mismos vaqueros de siempre, la misma rebeca usada, las mismas botas y la misma chaqueta de siempre. Todo me parece igual. No hay nada nuevo en este monótono día que haga despertar un ápice de mi consciencia. Todo está bien, todo está perfecto, la paranoia no ha despertado.

Vivo con miedo. Cada vez que abro los ojos y veo frente a mí la realidad urgente tengo miedo. Miedo a no reconocer lo que encuentre cuando busque al otro lado del espejo, o más bien, miedo a reconocerme en lo que hay ahí.

Como Alicia en aquel mundo paralelo, vivo en una continua espiral de comentarios ponzoñosos, de miradas lascivas, de miradas de celos, de rencor que no me dejan respirar, que me ahogan, que inundan todo mi ser y reprimen cada instante de placer. Recuerdo, recordar me hace daño, pero si niegas todo lo malo que te ha pasado anteriormente te negarías a ti mismo, ese tú que eres ahora, esa parte de ti que te ha hecho como eres, o como no eres.

Abro de nuevo los ojos y me encuentro con la realidad. No hay ningún conejo achispado que me lleve por un agujero a un mundo mágico en donde todo se quede estático. Un sitio en donde lo único que vuele sea mi imaginación. No, al contrario, me lleva a un mundo de chacales que sólo están esperando el momento de morder mi cuello.

Sigo esperando que me tiendan una mano para salir de aquí, de este complejo tan grande que es el tener miedo al qué dirán de mí, a no estar a la altura, a vivir reflejando algo que el mundo quiere ver y no lo que yo, muy en mi adentros, desearía presentar, representar.

Empiezo hablando de mi cuerpo, la presentación de mi mente, de mi ser, ¿pero ser es parecer? Si pareciese lo que soy quizá no fuera lo que ahora parezco. Juegos de palabras que adormecen tu pensamiento pero que están trabados y encantados para dejar entrever lo que siento. Siento,que no padezco, porque al tomármelo con filosofía la cosa cambia ya que, al no ser todo lo que parece, ésto ni siquiera es la mitad de negro que lo ilustro aquí.

Siento que mi alma muere en cada palabra que digo, que todo el misterio queda revelado y se pierde, pues al marcar con fuego en mis recuerdos todo lo no dicho, me arrepiento de cada palabra enterrada en el cielo de la boca y nunca pronunciada.

¿Qué más dan los sueños? ¿Qué más da la esperanza anhelada? Qué mas da cuando la mayoría de la gente se quita la penas y destruye sus sueños bajo una botella de alcohol, una raya de adrenalina que ahoga sus problemas y les hace vibrar... vibrar, rebotar, botar, saltar, emigrar... llorar, pues todo termina en llanto en esta ciudad en la que el canto de los trinos nunca más se ha vuelto a escuchar.

Se acaba la pantomima. Como todo buen actor me quito el maquillaje, cuelgo los hábitos hasta el día siguiente y me meto en la cama, donde sólo mis pensamientos tienen cabida, donde nadie nunca me ha visto llorar.


Hola:

Soy Teresa, una compañera tuya de t12. Me ha gustado mucho el blog y todo lo pones aquí, por eso me he atrevido a escribirte una entrada.

Como no he visto ninguna pensé que ésta podría ser bienvenida.

Me pasaré por aquí de vez en cuando, cuando la hayas actualizado, y si me permite la intromisión, escribiré algo de mi cosecha pues en mi tiempo libre también me dedico al sano arte de la escritura.

Un beso y sigue escribiendo.
Nos vemos en clase
Teresa