domingo, 14 de marzo de 2010

Domingo por la noche

Hace poco he descubierto wikiquote. Ha sido una grata sorpresa, ya que, como si de la magdalena de Proust se tratara, me ha transportado a mi infancia, cuando me desvivía en los mercadillos por comprar microlibros de frases y citas célebres. Ahora, cuando las clases se hacen pesadas y tengo un ordenador a mano, siempre acudo a este recurso.
Ortega y Gasset me susurra que la belleza que atrae rara vez coincide con la belleza que enamora, Nietzsche que el amor y el odio no son ciegos, sino que están cegados por el fuego que llevan dentro, y Kafka que el mal conoce el bien, pero el bien no conoce el mal.
Esta noche, como tantas otras, después de muchas horas de trabajo delante del ordenador (edulcoradas con cigarrillos, paseos por la red y retransmisiones deportivas), mientras me planteo si meterme en la cama o seguir despierto, arriesgándome a sembrar la semilla del cansancio en el devenir de la semana, me asalta una extraña sensación de tristeza. Extraña en sí misma, no por poco habitual, ya que me ataca con frecuencia. La música suena y sólo transmite melancolía, y el horror del domingo se acumula en las yemas de mis dedos, que presionan teclas y acarician mis párpados para apaciguar el sueño. El mal del cierre de la semana, del comienzo de una nueva, de estas cuatro paredes, de la distancia, parece no conocer el bien. Quizás sea porque este mal nace de esta habitación, de este vacío de libros y desorden de ropa, de la invasión del tendedero incapaz de quedarse fuera por la lluvia. La tristeza llama a mi puerta desde dentro, y me recuerda los días en los que tengo un perro que acaricia mis manos con su lomo, de una charla en la cocina siempre a punto de florecer, me recuerda una huida que quiero emprender y que no quiero que llegue nunca, las almohadas que he dejado tras de mí, inútiles, plagadas de pensamientos, incapaces de ayudar a ninguna nueva consulta.
Sin embargo, cierro este folio lo antes posible, me dirijo a la cama y confío en conciliar el sueño rápidamente, porque este mal indestructible conoce el bien. Esa es la razón de su fuerza. Es consciente de la bondad del sol en las avenidas, de los besos de la lluvia en el portal, de la eclosión de un cuerpo indemne en el zigzag laberíntico que cierra el contacto con las almas de la ciudad. El mal de la pantalla luminosa, de la habitación vacía, sabe de la existencia de aquellos que vienen a nosotros para arrancarnos de las entrañas la tristeza. Si no, ¿por qué atacaría con tal ferocidad?

lunes, 15 de febrero de 2010

Liberarse

Llevo días pensando que quiero escribir. Que necesito escribir. Y sin embargo, ante el papel, las palabras se alborotan, se amontonan, se acumulan bloqueando su salida. Quiero escribir historias que hace tiempo me persiguen, pero ellas son más fuertes. El juego de atormentarme las entretiene tanto que mis energías no son suficientes para encadenarlas a un papel y así olvidarlas.
Desearía hablar de ese abuelo moribundo, de las ambulancias, de los tulipanes y su ironía, de postales recibidas desde lugares inapreciables, de ella, del final y del principio. Del silencio. De las palabras. De los ciclos. Pero mientras tanto, el papel sigue blanco. Semanas de papeles blancos.
Tanto presumir de conocerme y en realidad tan ajeno de mí. Tan olvidadizo. Las historias me abandonan cuando se acumulan en los cuadernos, en hojas binarias, y entonces, es sólo a los demás a quienes importunan. Tanto tiempo para vislumbrar lo evidente. Este sentimiento de agonía, esta desidia, sólo puede alejarse de mí yendo siempre conmigo. En el ordenador, en la mochila.
Para volver a escribir debo escribir esta sensación que me impide escribir.

domingo, 14 de febrero de 2010

Para escribir

Para escribir necesito leer. No es el arte del plagio, la ínsipida imitación. Es el despertar de lo oculto, el renacer del faro que guía las neuronas que navegan por aguas infinitas. Es recordar dónde está el mundo, el mundo verdadero, el que no se corresponde con los mapas.
Para escribir necesito la lectura, y tras mirarte largo rato a los ojos, las palabras manan de la pluma. Será que tu silencio narra el devenir de los sentidos.

lunes, 8 de febrero de 2010

Asueto

La llegada del descanso me permite escribir sobre ti. La llegada del descanso es fatigosa.

domingo, 7 de febrero de 2010

Autobuses nuevos

Nunca he entendido la publicidad. Quizá esa sea la base de este negocio, no estoy seguro. En cualquier caso, cada vez que veo un anuncio, a no ser que sea original hasta el punto de hacerme reír o de saltarme las lágrimas de la emoción (cosa que ha sucedido más veces de las que me gustaría reconocer; soy un poco moñas) hago el mismo esfuerzo de atención que hacen mis amigos cuando les hablo de poesía o de Wong Kar Wai: cero. Supuestamente, aunque no me dé cuenta, cada anuncio está bombardeando mis neuronas para que elija un producto por encima de los otros. Sin embargo, por más que los emails de viagra y pastillas adelgazantes esquivan el filtro de correo no deseado de mi ordenador, mi excitación sexual sigue dependiendo de factores externos no farmacológicos y sigo siendo uno de esos tíos que argumentan que en su cuerpo “hay donde agarrar”. Nunca he tenido las zapatillas de mis jugadores favoritos, compro la leche de mi tierra y los productos de limpieza que me recomienda mi madre. Ella sí que sabe hacer publicidad.
En cualquier caso, estos días me ha asaltado por la calle una campaña de marketing que aun estoy tratando de digerir. Desde hace unas pocas semanas, algunos autobuses urbanos de mi localidad llevan una inscripción de dimensiones monumentales que reza: AUTOBÚS NUEVO. Bueno, quizá no lleve la tilde, pero básicamente este es el lema. Es posible que yo sea un cínico, un retorcido o que mis padres me hayan dado una educación subversiva que me impide analizar la realidad como una persona más, pero en mi cabeza, en lugar de aparecer el ansiado “¡Genial ¡Autobús nuevo!” que la empresa deseaba grabar a fuego en mi subconsciente, surge otra idea: si promocionan los autobuses recién comprados, ¿será que los otros son obscenamente viejos? ¿Cómo me subo yo a un autobús sin cartelito, sabiendo que en cualquier momento puede aparecer uno que acaba de salir de la fábrica, con su olor a tapicería nueva? Es posible que esta mentalidad se deba a la idiosincrasia propia de mi tierra que el saber popular tacha de negativa, sarcástica, y en algunos casos, malhumorada, pero el hecho de que me informen de que el autobús en el que viajo es nuevo solamente me hace pensar en que otra gente estará sentada en una cascarria incómoda y posiblemente insegura.
Algo similar me ha sucedido recientemente, delante de la televisión. En las noticias deportivas hablaban de un futbolista que había sufrido una tremenda lesión que me produjo un repentino dolor solidario en el tobillo. Su entrenador, triste, con los ojos llorosos y la voz rota, declaraba en rueda de prensa que aquel jugador no se lo merecía. Mi abuelo, que estaba sentado a mi lado, añadió: “Es verdad. Se ve que es muy buen chaval y muy noble en el campo”. No obstante, esas palabras casi me dolieron en los oídos. No pude evitar pensar que si aquel entrenador había dicho que ESE jugador no se lo merecía, inevitablemente, habría otros que sí. Seguramente, más de uno sonreiría o sentiría indiferencia si el niñato de los abdominales perfectos se rompiera la pierna en cinco pedazos.
Nuestra naturaleza nos traiciona. Rara vez decimos que nadie se merece un sufrimiento determinado. Decimos que una persona en especial no se lo merece. Le decimos a nuestros amigos y a nuestros hermanos “Aléjate de esa persona. No te merece”, y ciertamente, lo que pensamos es que hay una persona que sí se merece a ese ser despreciable que tan mal ha tratado a quien apreciamos. Un hombre casado y con hijos no se merece un cáncer fulminante. Un drogadicto, un mendigo abandonado, sí.
A pesar de la contradicción, nuestra propia maldad nos hace pensar que la gente mala ha de sufrir y que los buenos han de ser felices. Y esa es la demostración de que nadie merece padecer, ya que de lo contrario, todos lo mereceríamos.

domingo, 24 de enero de 2010

Atracción (Cagliari 1)

Hace poco más de un mes estuve en Italia. Bueno, no exactamente en Italia. En Cerdeña. No es un matiz político, al menos no en mi caso. Al igual que en el territorio español, hay italianos que no se sienten como tales. Pero fuera de estas diatribas regionalistas, es cierto que tuve la impresión de que los sardos eran otra cosa. Sin embargo, este no es el tema que me disponía a tratar.

El caso es que tenía mi cuaderno (una moleskine, de esas que escribas lo que escribas en ellas te dan un aire del que no sé si enorgullecerme o avergonzarme) repleto de notas sobre el viaje. Y después de tanto tiempo, aun no me había parado a reflexionar sobre ellas, a desarrollarlas, a mirarlas desde la distancia del tiempo y el espacio. Pero por fin hay un hueco en la agenda del estudiante en época de exámenes.

En Cagliari conocí a mucha gente: Erasmus, un antiguo terrorista que había pasado casi dos décadas en prisión, un chico de Madeira del que me sentí casi un hermano durante unos pocos días y un par de sardos de mi edad que me regalaron toda su hospitalidad entre otros muchos. Todos se merecen al menos un breve artículo, y quizá lo tengan, pero en este momento siento la necesidad de hablar de uno de ellos en especial, quizá porque la sensación que despertó en mí es algo sobre lo que ando mucho tiempo pensando.

Hay gente que desprende una atracción inconmensurable a su alrededor. Hablo y escribo tanto, y soy tan poco partidario de pensar en lo que digo y de leer lo que escribo que ya no sé si lo he mencionado, pero se me ocurre el ejemplo de una chica preciosa a la que conozco (sólo de vista), tan guapa que intimida. Todos los chicos que conozco que comparten al cabo del día unos metros cúbicos, el aire de un aula con ella, la observan con admiración. Sin embargo, ninguno nos hemos atrevido a acercarnos. Ninguno. Más allá de las intenciones sexuales, ni siquiera para entablar una conversación y sentir el placer de la envidia de los demás por haber mirado sus ojos de cerca, por ser merecedores de escuchar una voz que aun no sé si se corresponderá con lo armonioso de su físico. Ella es la atracción de la vista. También se me ocurre otro ejemplo: otra chica (cuanto me cuesta utilizar la palabra mujer; sigo sin saber a quién aplicarla). No tan hermosa como la anterior, quizá igual de silenciosa. Pero a ella si la he escuchado. Su voz es dulce y su tranquilidad multiplica esta dulzura. Otro paralelismo con la chica de la atracción de la vista es un nuevo muro: no regala la dulzura de su voz con facilidad. Ella es la atracción del oído y del misterio. La belleza oculta. Una búsqueda. Tampoco puedo pasar por alto a un chico. Normal a la vista. Sin misterio. Equilibradamente extrovertido. Nada hace pensar que pueda ser dueño de un don especial. Y sin embargo encarna la atracción de la risa y del abrazo. Es la felicidad y la paz en la boca del estómago. Pero tampoco él se libra de los muros. Su imagen neutra oculta el toque de calor que hay en sus manos.

Sin embargo, la persona, el chico, o más bien el hombre (sí, en este caso sí, siendo más joven que los anteriores ejemplos es un hombre) del que pretendo hablar, es una atracción sin muros. Me advirtieron de esta cualidad suya, pero era imposible resistirse. En una foto, pasaría totalmente desapercibido. Sin embargo, en el momento en el que cruza la puerta de tu casa, del bar en que te encuentras, cuando nuestros pasos nos dirigen al banco del parque en que nos espera sentado, los sentidos empiezan a percibir cosas inexplicables. Sin saber por qué, su magia se multiplica. La cercanía lo hace más guapo, más alto, más simpático. Y aun no ha hablado. Afortunadamente. Porque en el momento en que lo hace, ya has caído en sus redes. Atrae miradas, se transforma en una estrella, un centro gravitacional. Me atrevería a decir que alguien cuya pareja se enamorara de esta persona no encontraría argumentos para culparla.

Ahora es cuando entra el punto más importante de esta descripción: él sabe de su poder. Y para más inri, una última vuelta de tuerca: no abusa de esta cualidad. Parece que su conocimiento se haya desarrollado para saber medir, controlar los tiempos de su conversación, cómo gestionar el desarrollo de sus relaciones sociales apaciguando el posible odio que las virtudes extremas acostumbran a generar. Supongo que todo esto, aunque pueda parecer una exageración por mucho que diga que hay una enorme cantidad de gente que comparte mi parecer, justifica los términos de mi descripción que lo colocan a la altura de un dios, un santo o un héroe mitológico.

Sin embargo, no sé hasta qué punto confiar en que esto sea una virtud y no un castigo. Alguien superará la barrera del miedo, del sentimiento de inferioridad, y escuchará la voz de la chica hermosa. Alguien conseguirá conocer cuánta dulzura hay más allá del misterio de la voz hermosa. Somos muchos los que disfrutamos de la sensación de armonía que permite conciliar el sueño tras abrazar al chico risueño. Pero, ¿durante cuánto tiempo se puede compartir una vida, un amor, una amistad con alguien tan virtuoso sin acabar por sentirnos minúsculos, inertes, vacíos? ¿Cómo se puede apreciar el mundo con alguien que roba nuestra atención de todo lo demás? ¿Quién más, aparte de otro ente sobrehumano, puede sobreponerse al inexorable ataque de la envidia?