martes, 4 de agosto de 2009

Escombros.


Mientras paseaba por la ciudad, que el sol del verano acabará por marchitar en pocos días, cuando ya ni siquiera queden pechos adolescentes ni risas en pantalón corto, bañadas en sudor, apareció ante mí una muchedumbre, una marabunta hipnotizada, una marea humana embargada por la curiosidad. Ante ellos, un edificio que no recordaba más allá de su mera existencia, que hoy sería incapaz de describir, se venía abajo a causa de las acometidas de una máquina (hidráulica, mecánica, eléctrica, nunca se me ha dado bien el vocabulario técnico de este campo) cuyo único objetivo era hacerlo añicos. La gente estaba quieta, observando. Yo estaba parado, entre la gente, observando a la gente. Un operario regaba las ruinas que con presteza pasaban a ser simples escombros, que no dejaban recordar qué imagen tenían cuando eran un todo. Supongo que como todos los edificios de la ciudad, excepto sus vecinos, nadie sabría describirlo con exactitud una vez hecho añicos. No sé si por propia voluntad, harto de los espectadores impasibles, por descuido, o simplemente fruto de una inesperada brisa, una finísima lluvia, como la de los aspersores del césped de los jardines, nos alcanzaba a los espectadores.
Tardé un rato en descubrir lo que ahora se adueña de mis pensamientos. Nunca he sido demasiado observador. Vivo por inercia, o acaso vivo en la inercia misma, y confío en que a cada momento se produzca lo esperado, que cada circunstancia y cada persona responda fielmente a los prejuicios (que no siempre han de ser negativos, más allá de ser juicios previos al conocimiento) que las definen. En aquel momento confiaba en estar rodeado de una abrumadora mayoría de ancianos, como siempre se produce en torno a una obra. Sin embargo (y es aquí donde por fin mi vaga palabrería tiene un valor importante, cuando de veras transmito la idea y no la circunstancia), descubrí a mi alrededor decenas de jóvenes. Estudiantes jóvenes, adultos jóvenes, jóvenes matrimonios. Escasos ancianos, ancianos que no detenían el paso, ancianos huyendo. Pero, ¿acaso no era aquello una obra? ¿No había albañiles, cemento, polvo y bocatas en papel de aluminio como en cualquier obra? Entonces, ¿por qué un público tan joven? ¿Cuál es el motivo de este cambio en el hábito, en la costumbre? ¿Cuál es el motivo de esta situación de desconcierto?
Llevo horas pensando en ello. Y parafraseando a Pessoa, he llegado a casa, pero no a una conclusión. Simplemente ideas, vagas hipótesis, aproximaciones, tentativas de conclusión incapaces de saciarme. Quizás, igual que con el paso de los años, al envejecer, huimos de las emociones fuertes, del riesgo, de la velocidad, de las atracciones de feria, del ruido y el peligro, huyamos del epicentro de un proceso destructivo, por algo tan sencillo como el miedo. Pero, ¿acaso somos tan estúpidos como para obviar que en cualquier proceso constructivo corriente, los riesgos de que nos abran la cabeza con un cascote son idénticos? No lo creo. Tengo en alta estima la inteligencia humana, pues me tengo en alta estima, y despreciar el intelecto de mis congéneres sería despreciarme a mí mismo. En ese caso, cabe la posibilidad de que el motivo no sea otro que la edad, la cercanía de la muerte, las experiencias vividas. Según esta teoría, los ancianos huyen de la destrucción, le tienen miedo, ya la han visto demasiadas veces, sus cuerpos mismos están a un paso de ella; en cambio, se detienen en las obras por su amor hacia la creación, por su envidia a los que de la nada sacan algo nuevo, sabedores de que ya no pueden hacer más que observar, ver cómo son sus hijos los que engendran, los que construyen, los que elaboran, los que cambian el mañana que ellos no alcanzarán a ver. Mientras tanto, los jóvenes, hastiados de tanta presión puesta sobre sus hombros, del peso de la responsabilidad con la que la sociedad los oprime, miran con envidia, con ojos de niño ante el mostrador de una heladería aquello que siempre se les ha negado, aquello que sólo unos pocos tienen el derecho a hacer mientras otros tanto lo anhelan. Todo niño a desmoronado de una patada el castillo de arena que sus padres le ayudaron a hacer, ante la reprobación de los mismos. Se nos han regalado mecanos, puzles, lápices, plastilinas, y se nos ha enseñado a conservar cuanto producíamos, que hacer de ello un amasijo de desperdicios no era lo correcto. Y así llegamos a la madurez, deseando destrozar algo grande, algo hermoso con nuestras propias manos. Hasta que nos hagamos mayores, y hayamos visto, sufrido tantas veces la destrucción por manos de otros que no hagamos sino valorar inútilmente nuestro decreciente poder creador, cuanto inventamos e hicimos real y no supimos apreciar.

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