lunes, 26 de septiembre de 2011

Distancia 1.

Con el paso del tiempo descubro que es sólo en la soledad cuando llego a conocerme, esa egocéntrica tarea que en mi soberbia me empeño en decir, como si tuviera derecho a sentar cátedra, que es lo que a tantos hace falta.
Desde mi dogmático punto de vista observo cómo relaciones de pareja, amistades o más generalmente vidas ajenas no funcionan a causa de esta carencia de conocimiento de la propia personalidad.
Esperamos cosas de los demás sin saber siquiera qué podemos llegar a esperar de nosotros mismos. Anhelamos ese gesto romántico digno de una idílica relación de película, un sacrificio, entereza, autosuficiencia, entrega, sin llegar a saber si acaso nosotros estamos capacitados para estas tareas, si disponemos en nuestro elenco de virtudes de tan honestos adjetivos.
Pero mejor no hablar de los demás o no generalizar. Prefiero hablar de mí, que quizá ahora sea el caso que mejor conozco.
Mis propios escritos parasitan mis lecturas, las películas y la música a la que me entrego. Javier Marías me hace encriptado, Tarantino directo, Bukowski sucio, Iván Ferreiro sensible, Ismael Serrano plano. Las ideas de las que me empapo tienden a deformarme y me cuesta un gran esfuerzo no ya recuperar, sino reconocer y desarrollar mi propio estilo.
Y esto no es distinto en mi día a día, en las cosas más mundanas. La larga exposición a otros sin la vía de escape de una esporádica pero deseada soledad prolongada me hace incapaz de diferenciar lo original, lo propio de la imitación.
¿Soy ácido o lo que me rodea me provoca acidez? ¿Soy sensible o me he convencido de que debo serlo? ¿Hasta qué punto persigo mis sueños o me dejo llevar por la belleza de lo que sueñan otros?
Quizá este plan no sea extrapolable a otros, o quizá ya hayan meditado lo suficiente como para saber que sólo pueden descubrirse a través de los demás. Quizá, aunque ojalá no sea cierto, los haya que tengan miedo a descubrir lo que son o ya detesten su propia naturaleza y prefieran embadurnarse de lo que ven fuera de sus puertas.
Yo no puedo decir que esté orgulloso de todo lo que hay en mi interior, pero prefiero no obviarlo para así tratar de llevar las riendas de mis defectos.
Y todo esto me lleva a las semanas más recientes, a esta reflexión última que no llego a comprender del todo hasta que la veo sobre el papel, en la que asimilo que me obsesiona un concepto que a la postre es algo intrínseco a mi propia persona: la distancia.
La mayor parte de mis deseos libran eternas batallas originadas por kilómetros, paredes, conexiones a internet y medios de transporte. Lo que quiero se aleja de mí o me alejo yo de los que me quieren. Las frías teclas del ordenador, las miradas grises del metro y los aviones, la voz eléctrica del teléfono me inquietan.
Como un adolescente oscuro que busca y a la vez huye del pesimismo, como el treintañero que busca el amor y teme al compromiso, la terrible palabra se aloja en mis sienes, o bien soy yo el que a golpe de martillo la grabo en mis adentros.
Tanto tiempo sospechando de esta obsesión cuando tantos indicios trataban de mostrármelo. El inconsciente juego de modificar mi apellido tornándolo en una palabra de un idioma distante cuyo propio significado es lejano debió habérmelo dejado claro hace ya mucho tiempo.
No obstante, la ironía vuelve a hacerse patente (o posiblemente me valgo yo de ella para justificarlo) y compruebo que en la soledad de esta casa que nadie más puebla la distancia desaparece, no puede existir, pues finalmente entre tanta ausencia es cuando más cerca estoy de mí mismo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta, Jesús.

(Pablo Ipiens)