martes, 15 de abril de 2008

Superioridad.

A veces mi perro me delata y me mira con intransigencia, con una horrible cara de hastío. Vista por alguien no iniciado en la idiosincrasia de mi perro, puede parecer incluso tierna, con el morro apoyado en un brazo acolchado del sofá, pero es espantosa. Mi perro (y quizá todos) se da cuenta de que estoy triste cuando lo estoy, se desgaja conmigo para consolarme, y cuando hay niños o ancianos ya desgastados, cuando un conocido al que adora trae a alguien por quien destila afecto, se abalanza, y lame, y besa, y juega, y frota su lomo contra sus pantorrillas. Pero de mí está cansado ya. Como buen mejor amigo del hombre –si es que sigo siendo cualquiera de estas dos cosas- se ha hartado de tanto lloriqueo, de salir a marcar terreno sólo por las noches y hacer relampaguear las lágrimas con el fulgor de la luna cuando alzo la vista para buscar a Orión (aunque Orión nunca aparece por el cielo de esta ciudad). Mi perro se ha agotado definitivamente, y aceptaría gustoso un nuevo dueño, una cesión temporal para dejar de sentirse estancado. Mi perro está aburrido de que un dictador al que eligió menos aun que a sus progenitores decida por él, y lo arrastre más abajo del suelo.

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